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sábado, 8 de septiembre de 2012

Perfil del Catequista




Un catequista siembra sin pensar en términos de eficacia porque está corresponde más al mundo de la técnica, que al corazón del evangelio.
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Siembra y a la vez, siente como entre paréntesis su sembrar, porque cree más en la Gracia que en sus méritos.
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Un Catequista se experimenta rehén de una misión desproporcionada, sabe así, del privilegio, la maravilla de presentarse en nombre del Señor Jesús:  a Él anuncia, como un embajador sagrado.
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Al Catequista lo recorre un fuego al predicar como si viera a Dios en lo abierto de la vida, en lo que la vida pide y de desde cada catecúmeno, ese niño o adulto que nacerá a la fe, y quizás a la santidad, por su palabra.
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Algo quemante hay en nombrar a Jesús con autoridad…
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Todo auténtico catequista lleva semillas de vida en su corazón, pero también sabe que el cristianismo es luz paradojal, y que si se baja de la cruz, pierde la fuerza de su origen; transformándola en una religión natural, en un humanismo sin sangre.
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El catequista ha de vivir el dolor como una posibilidad de amor y ofrenda, y no como su aniquilamiento; como si hiciera propias las palabras de Paul Ricoeur: “…el sufrimiento es un momento de lo divino…”
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El catequista además, le dará contenido a su decir, contenido que surgirá desde una hoguera de rezos,  porque no se comprende al cristiano sin oración. No rezar es introducir una contradicción en su vida. Es como secar las raíces…
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Y el catequista vibrará con la comunidad, la construirá aceptando sus pobrezas, sus pocas luces. Su tarea es sumar. Su pecado sería juzgar.

Amará a la Iglesia, y se inclinará con temor sagrado ante sus dos mil años de pasión y fe.
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Evangelio y entrega a la comunidad, ese espacio que regala Dios para madurar en lo personal, para desde ahí salir al encuentro de todos los hombres: “los dispersos por el mundo…”.
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El catequista no brinda una lección, sino una persona: Cristo. Y no rechaza la osadía de su anuncio. Es el Nazareno quien le ha llamado: alguien que nació en un lugar que no figuraba en los mapas, alguien que aún sin haber comenzado a hablar fue mandado a asesinar, alguien que huyó en brazos de su joven madre a un lugar lejano, con otros dioses, otra lengua, otra cultura, alguien que se anidó en la soledad del desierto, en la cotidianeidad del trabajo callado y sin pompas. Dios que al mostrarse a los suyos en su propia patria fue rechazado, y querido arrojar a un barranco, Dios que como signo de contradicción no tuvo el amor de los poderosos de su tiempo, y a quien solo siguieron con vacilaciones: ciegos, pescadores, analfabetos, leprosos y marginales; porque la misericordia tenía que brillar una vez en el mundo.
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El catequista auténtico se empapa de Cristo, y lo actualiza en su paciente dedicación: palabra y gesto: liturgia del decir que el amor hace rostro.


Pbro. Gustavo Seivane.
Espiritualidad - Boletín Catequístico

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