Catequesis de los miércoles 5 de Diciembre de 2012
del Papa Benedicto XVI
Sobre instaurar todo en Cristo
Queridos hermanos:
Al inicio de su carta a los cristianos de Éfeso (cfr 1, 3-14), el Apóstol Pablo eleva una oración de bendición a Dios, Padre del Señor nuestro Jesucristo, que nos introduce a vivir el tiempo de Adviento,
en el contexto del Año de la Fe. El tema de este himno de alabanza es
el proyecto de Dios ante el hombre, definido con términos llenos de
alegría, de estupor y agradecimiento, como un "designio de benevolencia"
(v. 9), de misericordia y amor.
¿Por qué el Apóstol eleva a Dios,
de lo profundo de su corazón esta bendición? Porque ve su acción en la
historia de salvación, cuyo culmen ha sido la encarnación, muerte y resurrección
de Jesús, y comprende cómo el Padre nos ha elegido antes de la creación
del mundo para ser sus hijos adoptivos, en su Hijo Unigénito,
Jesucristo (cfr Rm 8,14s.; Gal 4,4s.).
Nosotros existimos, desde
la eternidad en la mente de Dios, en un gran proyecto que Dios ha
custodiado en sí mismo y que ha decidido actuar y revelar "en la
plenitud de los tiempos" (cfr Ef 1,10). San Pablo nos hace comprender,
entonces, que toda la creación y, en particular, el hombre y la mujer no
son fruto de la casualidad, sino que responden a un designio de
benevolencia de la razón eterna de Dios que con la potencia creadora y
redentora de su palabra da origen al mundo.
Esta primera
afirmación nos recuerda que nuestra vocación no es simplemente existir
en el mundo, estar insertos en una historia y tampoco ser creaturas de
Dios; es algo más grande: es ser elegidos por Dios, incluso antes de la
creación del mundo, en el Hijo, Jesucristo. En Él, entonces, existimos,
por así decirlo, ya desde siempre. Dios nos contempla en Cristo como
hijos adoptivos.
El "designio de benevolencia", que el apóstol
llama también el "plan de amor" es definido como "el misterio" de la
voluntad divina, escondido y manifestado ahora en la persona y la obra
de Cristo. La iniciativa divina precede toda respuesta humana, es un don
gratuito de su amor que nos acoge y transforma.
¿Pero cuál es el
ámbito último de este designio misterioso? ¿Cuál es el centro de la
voluntad de Dios? Es aquel –nos dice San Pablo– de "reconducir a Cristo,
única cabeza de todas las cosas" (v. 10). En esta expresión encontramos
una de las formulaciones centrales del Nuevo Testamento que nos hacen
comprender el designio de Dios, su proyecto de amor hacia toda la
humanidad, una formulación que, en el siglo segundo, San Ireneo de Lyon
coloca como núcleo de su cristología: "recapitular" toda la realidad en
Cristo.
Tal vez alguno de ustedes recuerda la fórmula usada por el Papa San Pío X para la consagración del mundo al Sagrado Corazón de Jesús:
"Instaurare omnia in Christo", fórmula que reclama para sí esta
expresión paulina y que era además el lema de aquel Santo Pontífice.
Pero
el Apóstol habla más precisamente de recapitulación del universo en
Cristo y esto significa que en el gran designio de la creación y de la
historia, Cristo se alza como el centro del camino del mundo, como la
columna vertebral de todo, que atrae hacia sí toda la realidad para
superar la dispersión y el límite y conducirla a la plenitud querida por
Dios. (cfr Ef 1,23).
Este "designio de benevolencia" no se ha quedado, por decirlo de alguna forma, en el silencio de Dios, en las alturas de su cielo:
nos lo ha dado a conocer entrando en relación con el ser humano, al
cual no ha revelado algo, sino a sí mismo. No ha comunicado simplemente
un conjunto de verdades, se ha comunicado a sí mismo, hasta llegar a ser
uno de nosotros, hasta encarnarse.
El Concilio Ecuménico Vaticano II en la Constitución dogmática Dei Verbum
dice: «Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a
conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por
medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu
Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina» (n. 2). Dios no sólo
dice algo, sino que Se comunica, nos atrae a la divina naturaleza y así
somos inmersos en ella, divinizados. Dios revela su gran designio de
amor entrando en relación con el hombre, acercándose a él hasta el punto
de hacerse Él mismo hombre.
El Concilio continúa: "El Dios
invisible en su gran amor habla a los hombres como a amigos (cfr Es
33,11; Gv 15,14-15) y vive entre ellos (cfr Bar 3,38) para invitarlos y
admitirlos en la comunión consigo" (ibidem). Con la sola inteligencia y
sus capacidades el hombre no habría podido alcanzar esta revelación tan
luminosa del amor de Dios, y Dios que ha abierto su Cielo y se ha
abajado para guiar al hombre en el abismo de su amor.
Incluso San
Pablo escribe a los cristianos de Corinto: "Esas cosas que el ojo no ve,
que los oídos no oyen, pero que entraron en el corazón del hombre, Dios
lo ha preparado para quienes lo aman. Y a nosotros Dios las ha revelado
por medio del Espíritu, el Espíritu de hecho conocer bien cada cosa,
incluso la profundidad de Dios" (2,9-10).
Y San Juan Crisóstomo,
en una célebre página como comentario del inicio de la Carta a los
Efesios, invita a gustar toda la belleza de este "designio de
benevolencia" de Dios revelado en Cristo, con estas palabras: "¿Qué cosa
te falta? Te has convertido en inmortal, en libre, en hijo, en justo,
en hermano, en coheredero, con Cristo reinas, con Cristo eres
glorificado. Todo se nos ha dado y – como está escrito – "¿cómo no se
nos dará toda cosa junto a él?" (Rm 8,32). Tu primicia (cfr 1 Cor
15,20.23) es adorada por los ángeles […]: ¿qué cosa te falta?" (PG
62,11).
Esta comunión en Cristo, por el Espíritu Santo, ofrecida
por Dios a todos los hombres con la luz de la Revelación, no es algo que
se superpone a nuestra humanidad, sino el cumplimiento de los más
profundos anhelos humanos, de ese deseo de infinito y de plenitud que
habita en las profundidades del ser humano, y lo abre a una felicidad
que no es temporal ni limitada, sino eterna.
San Buenaventura de
Bagnoregio, refiriéndose a Dios que se revela y nos habla a través de
las Escrituras para conducirnos a Él, afirma esto: "Las Sagrada
Escritura es (…) un libro en el cual están escritas palabras de vida
eterna para que, no solo creamos, sino poseamos la vida eterna, en la
que veremos, amaremos y serán realizados todos nuestros deseos"
(Breviloquium, Prol.; Opera Omnia V, 201s.).
Finalmente, el Beato Papa Juan Pablo II
nos recordaba que "La Revelación introduce en la historia un punto de
referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a
comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este
conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente
humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe" (Enciclica Fides et ratio, 14).
En
esta perspectiva, ¿qué cosa es entonces el acto de la fe? Es la
respuesta del hombre a la Revelación de Dios, que se hace conocer, que
manifiesta su designio de benevolencia, y, para usar una expresión
agustiniana, es dejarse aferrar por la Verdad que es Dios, una Verdad
que es Amor.
Por ello San Pablo subraya cómo a Dios que ha
revelado su misterio, se debe "la obediencia de la fe" (Rm 16,26; cfr
1,5; 2 Cor 10, 5-6), la actitud con la cual "el hombre libremente se
abandona todo a Él, prestando plena adhesión del intelecto y de la
voluntad Dios que revela y asintiendo voluntariamente a la Revelación
que Él da" (Const dogm. Dei Verbum, 5).
Todo esto lleva a un
cambio fundamental del modo de relacionarse con la entera realidad, todo
aparece en una nueva luz, se trata entonces de una verdadera
"conversión", fe y un cambio de mentalidad, porque el Dios que se ha
revelado en Cristo y nos ha dado a conocer su designio, nos aferra, nos
atrae hacia Él, se convierte en el sentido que sostiene nuestra
existencia, en la roca en la que ésta encuentra estabilidad.
En
el Antiguo Testamento encontramos una densa expresión sobre la fe, que
Dios confía al profeta Isaías para que la comunique al rey de Judá,
Acaz. Dios afirma "si no creyesen –es decir si no se mantienen fieles a
Dios– no permanecerán firmes".
Existe entonces una relación entre
estar y comprender, que expresa bien cómo la fe es un acoger en la vida
la visión de Dios sobre la realidad, dejar que sea Dios quien nos guíe
con su Palabra y los Sacramentos
en el comprender qué cosa debemos hacer, cuál es el camino que debemos
recorrer, cómo vivir. Pero al mismo tiempo, es propiamente comprender
según Dios, ver con sus ojos que mantiene firme la vida, que nos permite
"estar en pie", no caer.
Queridos amigos, el Adviento, el tiempo litúrgico que acabamos de iniciar y que nos prepara para la Santa Navidad,
nos pone ante al misterio luminoso de la venida del Hijo de Dios;
frente al gran "designio de benevolencia" con el que quiere atraernos a
Sí, para hacernos vivir en plena comunión de alegría y paz con Él y nos
invita una vez más, en medio de tantas dificultades, a renovar la
certeza de que Dios está presente, de que ha entrado en el mundo,
haciéndose hombre como nosotros, para llevar a la plenitud su designio
de amor.
Y Dios nos pide que también nosotros seamos una señal de
su acción en el mundo. A través de nuestra fe, nuestra esperanza,
nuestra caridad, Él quiere entrar en el mundo siempre de nuevo y quiere
hacer que su luz resplandezca en nuestra noche.
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