Por Horacio
Jorge Recco (*)
Mucho han variado las
costumbres desde hace medio siglo, perdiéndose la sencillez primitiva –como anotaba
Juan de la Cruz en un trabajo sobre La Nochebuena de antaño- y la ciudad
cosmopolita de hoy no es la Buenos Aires en que todos formaban una sola
familia.
Antaño era muy
diferente. La fiesta era más familiar. Desde las primeras horas de la tarde del
24 de diciembre comenzaban los preparativos de la cena que cada cual se
esmeraba en hacer más abundante y suculenta. En medio de la mayor alegría
pasaba el tiempo y solía interrumpirse la sobremesa con el repique de las
campanas de la parroquia llamando a la misa de gallo. Todos salían entonces y
se encaminaban a la Iglesia, amos y criados, llevando éstos la alfombra para
arrodillarse las señoras y las niñas. Se echaba la llave a la puerta, y el
sereno, que con chuzo y linterna recorría la cuadra, cuidaba tanto de cantar
las horas como de velar porque nada ocurriera en las casas confiadas a su
custodia. De regreso a los hogares divertíanse los mozos en golpear con los
tremendos aldabones en las puertas de las casas, y hasta algunos más traviesos
cambiaban las chapas de algunas puertas, pero estas bromas no tenían mayor
trascendencia.
El día primero de
Pascua o propiamente dicho de Navidad, abríanse los nacimientos que eran muchos
y algunos de ellos muy notables, como el que los padres franciscanos disponían
en la Iglesia de su convento. Allí podían verse artísticas figuras, producto de
la famosa cerámica granadina, pastores y pastoras con sus ofrendas, los reyes
magos en briosos caballos con lucida comitiva de pajes y camellos, sin faltar
el famoso ventero que rehusó hospitalidad a la Sagrada Familia, ni el grupo de
zagales sorprendidos en su frugal cena por el aviso del ángel.
En el establo el grupo
consabido rodeando el lecho de pajas donde descansa el Niño Dios; encima la
leyenda: Gloria in excelsis Deo, y
sobre todo ello la estrella famosa que guiará a los Magos.
La gente visitaba los
nacimientos de las Iglesias y después iba a ver los particulares.
Entre ellos había uno
muy famoso, y era el dispuesto por Tía Carmen, negra africana que vivía en el
barrio del Mondongo (hoy parroquia de Montserrat y Concepción). Al nacimiento
de Tía Carmen iban en procesión los demás negros de Buenos Aires, llevando en
andas las imágenes de San Baltasar y San Benito. Allí tocaban sus orquestas y
frente al pesebre del Niño Jesús bailaban sus danzas africanas.
Los nacimientos del
barrio negro eran armados sobre mesas pequeñas, se les colocaban velas y un
platillo, donde los visitantes dejaban alguna moneda. Las puertas abiertas o
los ventanales dejaban descubrir el nacimiento desde la calle y no faltaban
flores, ni grupos de vecinos que armaban tertulias bochincheras en la misma
puerta.
Al espíritu abierto y
comunicativo de la Navidad de antaño, enfrentamos en nuestros días un mayor
recogimiento. El tiempo todo lo transforma y así las costumbres tradicionales
se van alimentando de renovaciones curiosas. La consagración de pesebres –si bien
en gran número y con dos definidas orientaciones, el llamado pesebre bíblico y
el popular, que puede sufrir personalísimas alteraciones bíblicas y el popular,
que puede sufrir personalísimas alteraciones- se ha conservado para una mayor
intensidad, ya que cada familia lo levanta sin proyectarse al exterior de su
círculo. Se abren a un grupo de amigos, a los vecinos o conocidos, que año tras
año, concurren, sin tener por ello la exteriorización más popular y amplia de
nuestras provincias. Las antiguas serenatas, las visitaciones, los fuegos de
artificio –trasladados a la despedida del año, una fecha de ruidosa
manifestación- van desapareciendo. A ello parcialmente se ha sumado la
ornamentación del llamado árbol de Navidad, con sus luces y colores, con sus
regalos y su nieve falsa. Además van surgiendo otros complementos que aparecen
para Navidad como ser, las guirnaldas, las campanas, el papá Noel, Santa Claus
con traje llamativo y una bolsa de obsequios- juguetes que pueden esperarse de
su visita o de los Reyes Magos, señalando para los niños un mundo de fantasía
especial-, los cambios introducidos en las comidas de esta fecha, y que nos
acercan a otras latitudes, tanto como la sangre inmigratoria arrastrada por
corrientes de diversas partes del mundo. Sumando encontramos que Buenos Aires,
se proyecta como una ciudad universal, que las viejas costumbres se alteran
paulatinamente, que nos dejamos llevar sin oposición especial, por una
renovación más visualizada y materialista. Así el sentimiento colectivo, como
ciudad desaparece, se refugia en el recogimiento individual o se da con los
cordiales augurios remitidos en tarjetas postales.
Extensa y dificultosa
sería la enumeración de las características de los pesebres porteños, ya por su
cantidad, como por la riqueza diferencial de los mismos. Recordamos l pasar el
nacimiento de Hebe Pirovano de Girondo, con sus figuras sigmées de artistas
napolitanos; las imágenes criollas litoraleñas que contiene el de la familia
González Garaño; las cuzqueñas en papier
maché de Manuel Mujica Láines; las criollas de la familia Schenone; las bíblicas
recreaciones de la familia Jouly, de gran artesanía y minucioso encanto, con
centenares de personajes; la escenografía, la movilidad del niño, el asno, el
buey, los cielos y las escenas previas al nacimiento, que proyecta Esteban R. Musizzano;
el realizado por Atilio Vendramin, donde aparece la Virgen depositando al niño
en la cuna, con una Belén reconstruida en cartón corrugado; el de la familia
José Malaponte, sumamente poética, con un clima de paz y serenidad, construido
solamente por las tres figuras del Misterio, dentro de un pasisaje que lo
envuelve; el pesebre de escuela napolitana con profusión de edificios y figuras
que creara Emilio Lastrade y que permanece armado como homenaje y recuerdo a su
memoria; las figuras talladas en madera por el pesebrista Bruno Daneluzzo, con
un concepto moderno y buena estilización; la composición y los detalles
cuidados que ofrece el armado por Celina Lorenzo; o el pesebre de gran tamaño
que organiza Jorge Arnoni.
Otra de las
características podrá ser el pesebre al aire libre, como el de Pascual
Colangelo, de tipo napolitano muy popular. La ingenuidad y la anécdota dan
sobre la presentación de sus elementos: gruta, rocas, lecho del río, edificios,
todos realizados en cemento. Una cascada, figuritas antiguas italianas, un
molino y juegos de agua; o Luis Di Pasce, característico por su paisaje
construido con barro amasado, pesebre de pocas figuras.
Citaremos como
complemento para situar a los pesebres en Buenos Aires, los que ofrecen año
tras años: la familia Aldao; Castimeira de Dios; Baccaglioni; Costa;
Calabresse; Cóllera; Della Raggione; Meredíz; Blanco; Pinel; la señora de Espinoza; de Waisman, de Schultz;
Elsa Montes de Oca; Gloria Zabaleta; María Elena Manghi; Dolores G. de Dios;
Jorge Bernardo; Antonio Castiglioni; Alfredo Boeri; y otros.
La mayor característica
que ofrecen los pesebres, en la Navidad argentina, es el sentimiento común del
festejo hogareño. La familia recuerda el advenimiento con una paz comunicativa
y deposita su ofrenda espiritual en las figuras simbólicas que armonizan la escena
bíblica. Los villancicos repiten, una y otra vez, el milagro de Belén; una
estrella, especialmente colocada, deslumbra y trasmite una oración, mientras la
palabra se prolonga en la serena contemplación de María, con amor maternal y
reverenciando al Niño; en José, estático con emoción silenciosa; o en el Niño;
ternura y sonrisa, símbolo de la salvación del hombre.
(*) Fuente:
La Navidad y los Pesebres en la Tradición Argentina. Dirigido por
Rafael Juena Sánchez. Hermandad del Santo Pesebre - Buenos Aires - 1963 -
Páginas 70 a 73.
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