BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Catequesis de los miércoles 30 de Enero de 2013
del Papa Benedicto XVI
Yo creo en Dios: el Padre todopoderoso
Sala Pablo VI
Queridos hermanos:
En la catequesis del miércoles pasado nos detuvimos en las palabras iniciales
del Credo: «Creo en Dios». Pero la profesión de fe especifica esta afirmación:
Dios es el Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Así que
desearía reflexionar ahora con vosotros sobre la primera, fundamental,
definición de Dios que el Credo nos presenta: Él es Padre.
No es siempre fácil hablar hoy de paternidad. Sobre todo en el mundo
occidental, las familias disgregadas, los compromisos de trabajo cada vez más
absorbentes, las preocupaciones y a menudo el esfuerzo de hacer cuadrar el
balance familiar, la invasión disuasoria de los mass media en el interior
de la vivencia cotidiana: son algunos de los muchos factores que pueden impedir
una serena y constructiva relación entre padres e hijos. La comunicación es a
veces difícil, la confianza disminuye y la relación con la figura paterna puede
volverse problemática; y entonces también se hace problemático imaginar a Dios
como un padre, al no tener modelos adecuados de referencia. Para quien ha tenido
la experiencia de un padre demasiado autoritario e inflexible, o indiferente y
poco afectuoso, o incluso ausente, no es fácil pensar con serenidad en Dios como
Padre y abandonarse a Él con confianza.
Pero la revelación bíblica ayuda a superar estas dificultades hablándonos de
un Dios que nos muestra qué significa verdaderamente ser «padre»; y es sobre
todo el Evangelio lo que nos revela este rostro de Dios como Padre que ama hasta
el don del propio Hijo para la salvación de la humanidad. La referencia a la
figura paterna ayuda por lo tanto a comprender algo del amor de Dios, que sin
embargo sigue siendo infinitamente más grande, más fiel, más total que el de
cualquier hombre. «Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le dará una
piedra? —dice Jesús para mostrar a los discípulos el rostro del Padre—; y si le
pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis
dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los
cielos dará cosas buenas a los que le piden!» (Mt 7, 9-11; cf. Lc
11, 11-13). Dios nos es Padre porque nos ha bendecido y elegido antes de la
creación del mundo (cf. Ef 1, 3-6), nos ha hecho realmente sus hijos en
Jesús (cf. 1 Jn 3, 1). Y, como Padre, Dios acompaña con amor nuestra
existencia, dándonos su Palabra, su enseñanza, su gracia, su Espíritu.
Él —como revela Jesús— es el Padre que alimenta a los pájaros del cielo sin
que estos tengan que sembrar y cosechar, y cubre de colores maravillosos las
flores del campo, con vestidos más bellos que los del rey Salomón (cf. Mt
6, 26-32; Lc 12, 24-28); y nosotros —añade Jesús— valemos mucho más que
las flores y los pájaros del cielo. Y si Él es tan bueno que hace «salir su sol
sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» (Mt 5, 45),
podremos siempre, sin miedo y con total confianza, entregarnos a su perdón de
Padre cuando erramos el camino. Dios es un Padre bueno que acoge y abraza al
hijo perdido y arrepentido (cf. Lc 15, 11 ss), da gratuitamente a quienes
piden (cf. Mt 18, 19; Mc 11, 24; Jn 16, 23) y ofrece el pan
del cielo y el agua viva que hace vivir eternamente (cf. Jn 6, 32.51.58).
Por ello el orante del Salmo 27, rodeado de enemigos, asediado de
malvados y calumniadores, mientras busca ayuda en el Señor y le invoca, puede
dar su testimonio lleno de fe afirmando: «Si mi padre y mi madre me abandonan,
el Señor me recogerá» (v. 10). Dios es un Padre que no abandona jamás a sus
hijos, un Padre amoroso que sostiene, ayuda, acoge, perdona, salva, con una
fidelidad que sobrepasa inmensamente la de los hombres, para abrirse a
dimensiones de eternidad. «Porque su amor es para siempre», como sigue
repitiendo de modo letánico, en cada versículo, el Salmo 136, recorriendo
toda la historia de la salvación. El amor de Dios Padre no desfallece nunca, no
se cansa de nosotros; es amor que da hasta el extremo, hasta el sacrificio del
Hijo. La fe nos da esta certeza, que se convierte en una roca segura en la
construcción de nuestra vida: podemos afrontar todos los momentos de dificultad
y de peligro, la experiencia de la oscuridad de la crisis y del tiempo de dolor,
sostenidos por la confianza en que Dios no nos deja solos y está siempre cerca,
para salvarnos y llevarnos a la vida eterna.
Es en el Señor Jesús donde se muestra en plenitud el rostro benévolo del
Padre que está en los cielos. Es conociéndole a Él como podemos conocer también
al Padre (cf. Jn 8, 19; 14, 7), y viéndole a Él podemos ver al Padre,
porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cf. Jn 14, 9.11). Él es
«imagen del Dios invisible», como le define el himno de la Carta a los
Colosenses, «primogénito de toda criatura... primogénito de los que
resucitan entre los muertos», por medio del cual «hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados» y la reconciliación de todas las cosas, «las del cielo
y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (cf. Col 1,
13-20).
La fe en Dios Padre pide creer en el Hijo, bajo la acción del Espíritu,
reconociendo en la Cruz que salva el desvelamiento definitivo del amor divino.
Dios nos es Padre dándonos a su Hijo; Dios nos es Padre perdonando nuestro
pecado y llevándonos al gozo de la vida resucitada; Dios nos es Padre dándonos
el Espíritu que nos hace hijos y nos permite llamarle, de verdad, «Abba,
Padre» (cf. Rm 8, 15). Por ello Jesús, enseñándonos a orar, nos invita a
decir «Padre Nuestro» (Mt 6, 9-13; cf. Lc 11, 2-4).
Entonces la paternidad de Dios es amor infinito, ternura que se inclina hacia
nosotros, hijos débiles, necesitados de todo. El Salmo 103, el gran canto
de la misericordia divina, proclama: «Como un padre siente ternura por sus
hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen; porque Él conoce nuestra
masa, se acuerda de que somos barro» (vv. 13-14). Es precisamente nuestra
pequeñez, nuestra débil naturaleza humana, nuestra fragilidad lo que se
convierte en llamamiento a la misericordia del Señor para que manifieste su
grandeza y ternura de Padre ayudándonos, perdonándonos y salvándonos.
Y Dios responde a nuestro llamamiento enviando a su Hijo, que muere y
resucita por nosotros; entra en nuestra fragilidad y obra lo que el hombre,
solo, jamás habría podido hacer: toma sobre Sí el pecado del mundo, como cordero
inocente, y vuelve a abrirnos el camino hacia la comunión con Dios, nos hace
verdaderos hijos de Dios. Es ahí, en el Misterio pascual, donde se revela con
toda su luminosidad el rostro definitivo del Padre. Y es ahí, en la Cruz
gloriosa, donde acontece la manifestación plena de la grandeza de Dios como
«Padre todopoderoso».
Pero podríamos preguntarnos: ¿cómo es posible pensar en un Dios omnipotente
mirando hacia la Cruz de Cristo? ¿Hacia este poder del mal que llega hasta el
punto de matar al Hijo de Dios? Nosotros querríamos ciertamente una omnipotencia
divina según nuestros esquemas mentales y nuestros deseos: un Dios «omnipotente»
que resuelva los problemas, que intervenga para evitarnos las dificultades, que
venza los poderes adversos, que cambie el curso de los acontecimientos y anule
el dolor. Así, diversos teólogos dicen hoy que Dios no puede ser omnipotente; de
otro modo no habría tanto sufrimiento, tanto mal en el mundo. En realidad, ante
el mal y el sufrimiento, para muchos, para nosotros, se hace problemático,
difícil, creer en un Dios Padre y creerle omnipotente; algunos buscan refugio en
ídolos, cediendo a la tentación de encontrar respuesta en una presunta
omnipotencia «mágica» y en sus ilusorias promesas.
Pero la fe en Dios omnipotente nos impulsa a recorrer senderos bien
distintos: aprender a conocer que el pensamiento de Dios es diferente del
nuestro, que los caminos de Dios son otros respecto a los nuestros (cf. Is
55, 8) y también su omnipotencia es distinta: no se expresa como fuerza
automática o arbitraria, sino que se caracteriza por una libertad amorosa y
paterna. En realidad, Dios, creando criaturas libres, dando libertad, renunció a
una parte de su poder, dejando el poder de nuestra libertad. De esta forma Él
ama y respeta la respuesta libre de amor a su llamada. Como Padre, Dios desea
que nos convirtamos en sus hijos y vivamos como tales en su Hijo, en comunión,
en plena familiaridad con Él. Su omnipotencia no se expresa en la violencia, no
se expresa en la destrucción de cada poder adverso, como nosotros deseamos, sino
que se expresa en el amor, en la misericordia, en el perdón, en la aceptación de
nuestra libertad y en el incansable llamamiento a la conversión del corazón, en
una actitud sólo aparentemente débil —Dios parece débil, si pensamos en
Jesucristo que ora, que se deja matar. Una actitud aparentemente débil, hecha de
paciencia, de mansedumbre y de amor, demuestra que éste es el verdadero modo de
ser poderoso. ¡Este es el poder de Dios! ¡Y este poder vencerá! El sabio del
Libro de la Sabiduría se dirige así a Dios: «Te compadeces de todos, porque
todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los hombres para que se
arrepientan. Amas a todos los seres... Tú eres indulgente con todas las cosas,
porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (11, 23-24a.26).
Sólo quien es verdaderamente poderoso puede soportar el mal y mostrarse
compasivo; sólo quien es verdaderamente poderoso puede ejercer plenamente la
fuerza del amor. Y Dios, a quien pertenecen todas las cosas porque todo ha sido
hecho por Él, revela su fuerza amando todo y a todos, en una paciente espera de
la conversión de nosotros, los hombres, a quienes desea tener como hijos. Dios
espera nuestra conversión. El amor omnipotente de Dios no conoce límites; tanto
que «no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm
8, 32). La omnipotencia del amor no es la del poder del mundo, sino la del
don total, y Jesús, el Hijo de Dios, revela al mundo la verdadera omnipotencia
del Padre dando la vida por nosotros, pecadores. He aquí el verdadero, auténtico
y perfecto poder divino: responder al mal no con el mal, sino con el bien; a los
insultos con el perdón; al odio homicida con el amor que hace vivir. Entonces el
mal verdaderamente está vencido, porque lo ha lavado el amor de Dios; entonces
la muerte ha sido derrotada definitivamente, porque se ha transformado en don de
la vida. Dios Padre resucita al Hijo: la muerte, la gran enemiga (cf. 1 Co
15, 26), es engullida y privada de su veneno (cf. 1 Co 15, 54-55), y
nosotros, liberados del pecado, podemos acceder a nuestra realidad de hijos de
Dios.
Por lo tanto cuando decimos «Creo en Dios Padre todopoderoso», expresamos
nuestra fe en el poder del amor de Dios que en su Hijo muerto y resucitado
derrota el odio, el mal, el pecado y nos abre a la vida eterna, la de los hijos
que desean estar para siempre en la «Casa del Padre». Decir «Creo en Dios Padre
todopoderoso», en su poder, en su modo de ser Padre, es siempre un acto de fe,
de conversión, de transformación de nuestro pensamiento, de todo nuestro afecto,
de todo nuestro modo de vivir.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que sostenga nuestra fe, que
nos ayude a encontrar verdaderamente la fe y nos dé la fuerza de anunciar a
Cristo crucificado y resucitado, y de testimoniarlo en el amor a Dios y al
prójimo. Y que Dios nos conceda acoger el don de nuestra filiación, para vivir
en plenitud las realidades del Credo, en el abandono confiado al amor del
Padre y a su misericordiosa omnipotencia, que es la verdadera omnipotencia y
salva.
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