Discurso del Papa Benedicto XVI
al cuerpo diplomatico 2013
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Discurso del Papa Benedicto XVI
al Cuerpo Diplomático a inicios de 2013
Señoras y Señores
Como al inicio de cada nuevo año, me alegra
recibiros, distinguidos miembros del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa
Sede, para expresaros mi saludo y mis deseos personales, que extiendo
complacido a las amadas naciones que representáis, a las que aseguro mi
recuerdo y oración constante.
Agradezco particularmente a vuestro Decano, el
Embajador Alejandro Valladares Lanza, y al Vice-decano, Embajador Jean-Claude
Michel, sus deferentes palabras en nombre de todos. Deseo saludar de modo
especial a los que participan por primera vez en este encuentro. Su presencia
es un apreciado signo revelador de las relaciones fructíferas que la Iglesia
Católica mantiene con las autoridades civiles del mundo entero.
Se trata de un diálogo que tiene como interés el
bien integral, espiritual y material, de todo hombre, y que busca promover por
todas partes su dignidad trascendente. Como recordé en mi alocución del último consistorio
ordinario público para la creación de nuevos cardenales, «ya desde sus
comienzos, la Iglesia está orientada kat’holon, abraza a todo el universo» y
con él a todo pueblo, cultura y tradición. Esta «orientación» no supone una
ingerencia en la vida de las distintas sociedades, sino que sirve para iluminar
la conciencia recta de sus ciudadanos y para invitarlos a trabajar por el bien
de cada persona y el progreso del género humano.
Con este motivo, y para favorecer una
colaboración fructífera entre la Iglesia y el Estado al servicio del bien
común, el año pasado se firmaron acuerdos bilaterales entre la Santa Sede y
Burundi, así como con Guinea Ecuatorial, mientras que el de Montenegro fue
ratificado. En ese mismo espíritu, la Santa Sede toma parte en los trabajos de
las distintas organizaciones e instituciones internacionales.
En este sentido, me complace que, en el pasado
mes de diciembre, se aceptara su petición de convertirse en observador
extrarregional en el Sistema de Integración de América central, en virtud
también de la aportación que la Iglesia Católica ofrece en muchos sectores de
las sociedades de esa Región.
Las visitas de diversos Jefes de Estado y de
gobierno que he recibido durante el año transcurrido, así como los inolvidables
viajes apostólicos efectuados a México, Cuba y Líbano, han sido una ocasión
privilegiada para fortalecer el compromiso cívico de los cristianos en esos
países, así como para promover la dignidad de la persona humana y los
fundamentos de la paz.
En este lugar, me complace asimismo mencionar el
valioso trabajo desempeñado por los Representantes pontificios, en diálogo
constante con vuestros gobiernos. Deseo recordar en particular la estima de la
que era objeto Monseñor Ambrose Madtha, Nuncio Apostólico en Costa de Marfil,
que hace un mes pereció trágicamente en un accidente de tráfico, junto con el
conductor que lo acompañaba.
Señoras y Señores embajadores.
El evangelio de Lucas nos narra que los pastores,
en la noche de Navidad, escucharon los coros angélicos que glorificaban a Dios
e invocaban la paz sobre la humanidad. El evangelista subraya así la estrecha
relación entre Dios y el deseo ardiente del hombre de cualquier época de
conocer la verdad, de practicar la justicia y vivir en paz (cf. Beato Juan
XXIII, Pacem in terris: AAS 55 [1963], 257). A veces hoy se nos hace creer que
la verdad, la justicia y la paz son una utopía y que se excluyen mutuamente.
Parece imposible conocer la verdad y los esfuerzos por afirmarla parece que
desembocan con frecuencia en la violencia.
Por otra parte, y de acuerdo con una concepción
muy difundida, el empeño por la paz consistiría en una búsqueda de compromisos
que garanticen la convivencia entre los pueblos o entre los ciudadanos dentro
de una nación. Desde el punto de vista cristiano, por el contrario, existe un
vínculo íntimo entre la glorificación de Dios y la paz de los hombres sobre la
tierra, de modo que la paz no es fruto de un simple esfuerzo humano sino que
participa del mismo amor de Dios.
Y es precisamente este olvido de Dios, en lugar
de su glorificación, lo que engendra la violencia. En efecto, ¿cómo se puede
llevar a cabo un diálogo auténtico cuando ya no hay una referencia a una verdad
objetiva y trascendente? En este caso, ¿cómo se puede impedir el que la
violencia, explícita u oculta, no se convierta en la norma última de las
relaciones humanas? En realidad, sin una apertura a la trascendencia, el hombre
cae fácilmente presa del relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo
con la justicia y trabajar por la paz.
A estas manifestaciones del olvido de Dios se
pueden añadir las que son debidas a la ignorancia de su verdadero rostro, que
es la causa del fanatismo pernicioso de matriz religiosa, y que también en 2012
ha provocado víctimas en algunos países aquí representados. Como ya he
afirmado, se trata de una falsificación de la religión misma, ya que ésta por
el contrario busca reconciliar al hombre con Dios, iluminar y purificar las
conciencias y dejar claro que todo hombre es imagen del Creador.
Así pues, si la glorificación de Dios y la paz en
la tierra están estrechamente relacionadas entre ellas, es evidente que la paz
es, al mismo tiempo, don de Dios y tarea del hombre, puesto que exige su
respuesta libre y consciente. Por esta razón he querido titular el Mensaje
anual para la Jornada Mundial de la Paz: Bienaventurados los que trabajan por
la paz. Compete ante todo a las autoridades civiles y políticas la grave
responsabilidad de trabajar por la paz.
Ellas son las primeras que tienen la obligación
de resolver los numerosos conflictos que siguen ensangrentando a la humanidad,
empezando por esta Región privilegiada en el designio de Dios que es Oriente
Medio. Pienso ante todo en Siria, desgarrada por incesantes masacres y teatro
de espantosos sufrimientos entre la población civil. Renuevo mi llamamiento
para que se depongan las armas y prevalezca cuanto antes un diálogo
constructivo que ponga fin a un conflicto que, de continuar, no conocerá
vencedores sino sólo vencidos, dejando atrás solo ruinas.
Permitidme, señoras y señores Embajadores, que os
pida que sigáis sensibilizando a vuestras autoridades, para que se faciliten
urgentemente las ayudas indispensables para afrontar la grave situación
humanitaria. Miro además con especial atención a Tierra Santa.
Después del reconocimiento de Palestina como
Estado Observador no Miembro de las Naciones Unidas, renuevo el deseo de que
israelitas y palestinos, con el apoyo de la Comunidad internacional, se
comprometan en una convivencia pacífica dentro del marco de dos estados
soberanos, en el que se preserven y garanticen el respeto de la justicia y las
aspiraciones legítimas de los dos pueblos. Jerusalén, que seas lo que tu nombre
significa. Ciudad de la paz y no de la división; profecía del Reino de Dios y
no mensaje de inestabilidad y oposición.
Dirigiendo mi atención a la querida población
iraquí, deseo que pueda recorrer el camino de la reconciliación, para llegar a
la estabilidad deseada.
En Líbano, donde en el pasado mes de septiembre
he encontrado sus diversas realidades constitutivas, que todos cultiven la
pluralidad de tradiciones religiosas como una verdadera riqueza para el país,
así como para toda la región, y que los cristianos den un testimonio eficaz
para la construcción de un futuro de paz con todos los hombres de buena
voluntad.
La colaboración de todos los miembros de la
sociedad es también prioritaria en África del Norte y, a cada uno de ellos se
le ha de garantizar la plena ciudadanía, la libertad de profesar públicamente
su religión y la posibilidad de contribuir al bien común. Aseguro mi cercaría y
oración a todos los egipcios, en este período en que se implementan nuevas
instituciones.
Dirigiendo la mirada a África subsahariana,
aliento los esfuerzos para construir la paz, sobre todo allí donde permanece abierta
la plaga de la guerra, con graves consecuencias humanitarias. Pienso
particularmente en la región del Cuerno de África, como también en la del este
de la República Democrática del Congo, donde las violencias se han reavivado,
obligando a numerosas personas a abandonar sus casas, sus familias y sus
ambientes. Al mismo tiempo, no puedo dejar de mencionar otras amenazas que se
perfilan en el horizonte.
A intervalos regulares, Nigeria es el teatro de
atentados terroristas que provocan víctimas, sobre todo entre los fieles
cristianos reunidos en oración, como si el odio quisiera transformar los
templos de oración y de paz en centros de miedo y división. He sentido una gran
tristeza al saber que, precisamente en los días en que celebrábamos la Navidad,
unos cristianos fueron asesinados de modo bárbaro.
Malí está también desgarrada por la violencia y
marcada por una profunda crisis institucional y social, que exige una atención
eficaz por parte de la Comunidad internacional. Espero que las negociaciones
anunciadas para los próximos días en la República Centroafricana devuelvan la
estabilidad y eviten que la población reviva los horrores de la guerra civil.
La construcción de la paz pasa siempre por la
protección del hombre y de sus derechos fundamentales. Esta tarea, incluso
cuando se lleva a cabo con diversa modalidad e intensidad, interpela a todos
los países y debe estar constantemente inspirada por la dignidad trascendente
de la persona humana y por los principios inscritos en su naturaleza. Entre
estos figura en primer lugar el respeto de la vida humana, en todas sus fases.
A este propósito, me alegra que una Resolución de
la Asamblea parlamentaria del Consejo de Europa, en enero del año pasado, haya
solicitado la prohibición de la eutanasia, entendida como la muerte voluntaria,
por acto o por omisión, de un ser humano en estado de dependencia. Al mismo
tiempo, compruebo con tristeza como en diversos países de tradición cristiana
se pretenden introducir o ampliar legislaciones que despenalizan o liberalizan
el aborto.
El aborto directo, es decir, querido como fin o
como medio, es gravemente contrario a la ley moral. Cuando afirma esto, la
Iglesia no deja de tener comprensión y benevolencia, también hacia la madre. Se
trata, más bien, de velar para que la ley no llegue a alterar injustamente el
equilibrio entre el derecho a la vida de la madre y el del niño no nacido, que
pertenece a ambos por igual. En este ámbito, es una fuente de preocupación el
reciente fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, relativo a la fecundación
in vitro, que redefine arbitrariamente el momento de la concepción y debilita
la defensa de la vida prenatal.
Sobre todo en Occidente, se encuentran
lamentablemente muchos equívocos sobre el significado de los derechos del hombre
y los deberes que le están unidos. Los derechos se confunden con frecuencia con
manifestaciones exacerbadas de autonomía de la persona, que se convierte en
autorreferencial, ya no está abierta al encuentro con Dios y con los demás y se
repliega sobre ella misma buscando únicamente satisfacer sus propias
necesidades. Por el contrario, la defensa auténtica de los derechos ha de
contemplar al hombre en su integridad personal y comunitaria.
Siguiendo nuestra reflexión, vale la pena
subrayar que la educación es otra vía privilegiada para la construcción de la
paz. Nos lo enseña, entre otras cosas, la crisis económica y financiera actual.
Ésta se ha desarrollado porque se ha absolutizado con demasiada frecuencia el
beneficio, en perjuicio del trabajo, y porque se ha aventurado de modo
desenfrenado por el camino de la economía financiera en vez de la economía
real. Conviene encontrar de nuevo el sentido del trabajo y de un beneficio que
sea proporcionado.
A este respecto, sería bueno educar para resistir
la tentación del interés particular y a corto plazo, para orientarse más bien
hacia el bien común. Por otra parte, es urgente la formación de líderes que
guíen en el futuro las instituciones públicas nacionales e internacionales (cf.
Mensaje para la XLVI Jornada Mundial de la Paz, 8 diciembre 2012, n. 6).
La Unión Europea necesita también de
Representantes clarividentes y cualificados que tomen las difíciles decisiones
que se necesitan para enderezar su economía y poner las bases sólidas de su
desarrollo. Es posible que algunos países puedan ir más rápido solos, pero
todos, juntos, irán ciertamente más lejos. Si el índice diferencial entre los
tipos financieros constituye una preocupación, las crecientes diferencias entre
un pequeño número, cada vez más rico, y un gran número, irremediablemente más
pobre, debería despertar preocupación. Se trata, en una palabra, de no
resignarse al «spread de bienestar social», mientras se combate el
financiero.
Invertir en la educación en los países en vías de
desarrollo de África, Asía y América Latina, significa ayudarles a vencer la
pobreza y las enfermedades, así como a establecer sistemas de derechos
equitativos y respetuosos de la dignidad humana. Es cierto que, para establecer
la justicia, no basta con buenos modelos económicos, aunque sean necesarios.
La justicia solamente se realiza si hay personas
justas. Construir la paz significa, por consiguiente, educar a los individuos a
combatir la corrupción, la criminalidad, la producción y el tráfico de drogas,
así como a evitar divisiones y tensiones, que amenazan con debilitar la
sociedad, obstaculizando el desarrollo y la convivencia pacífica.
Continuando nuestra conversación, quisiera añadir
que la paz social está amenazada también por ciertos atentados contra la
libertad religiosa: en ocasiones se trata de la marginación de la religión en
la vida social; en otros casos, de intolerancia o incluso de violencia contra
personas, símbolos de identidad e instituciones religiosas. Se llega también al
extremo de impedir a los creyentes, especialmente a los cristianos, contribuir
al bien común a través de sus instituciones educativas y asistenciales.
Para salvaguardar efectivamente el ejercicio de
la libertad religiosa es esencial además respetar el derecho a la objeción de
conciencia. Esta «frontera» de la libertad toca principios de gran importancia,
de carácter ético y religioso, enraizados en la dignidad misma de la persona
humana. Son como «los muros de carga» de toda sociedad que desea ser
verdaderamente libre y democrática. Por consiguiente, prohibir, en nombre de la
libertad y el pluralismo, la objeción de conciencia individual e institucional,
abriría por el contrario las puertas a la intolerancia y a la nivelación
forzada.
Por otra parte, en un mundo de fronteras cada vez
más abiertas, construir la paz a través del diálogo no es una opción sino una
necesidad. En esta perspectiva, la Declaración conjunta entre el Presidente de
la Conferencia episcopal polaca y el Patriarca de Moscú, firmada en el pasado
mes de agosto, es un signo fuerte ofrecido por los creyentes para favorecer las
relaciones entre el Pueblo ruso y el polaco.
Deseo igualmente mencionar el acuerdo de paz
concluido recientemente en Filipinas y subrayar la importancia del diálogo
entre las religiones para una convivencia pacífica en la región de Mindanao.
Excelencias, Señoras y Señores.
Al final de la Encíclica Pacem in terris, cuyo
cincuentenario se celebra este año, mi Predecesor, el Beato Juan XXIII, recordó
que la paz será solamente «palabra vacía», si no está vivificada e integrada
por la caridad (AAS 55 [1963], 303). Así, este es el corazón de la acción
diplomática de la Santa Sede y, ante todo, de la solicitud del Sucesor de Pedro
y de toda la Iglesia Católica. La caridad no sustituye a la justicia negada, ni
por otra parte, la justicia suple a la caridad rechazada.
La Iglesia vive cotidianamente la caridad en sus
obras de asistencia, como los hospitales y dispensarios, en sus obras
educativas, como los orfanatos, escuelas, colegios, universidades, así como a
través de la asistencia a las poblaciones en dificultad, especialmente durante
y después de los conflictos. En nombre de la caridad, la Iglesia quiere también
estar cerca de todos los que sufren a causa de las catástrofes naturales.
Pienso en las víctimas de las inundaciones en el
sur de Asia y del huracán que se abatió sobre la costa oriental de los Estados
Unidos de América. Pienso también a los que han sufrido un fuerte temblor de
tierra, que devastó algunas regiones de Italia septentrional.
Como sabéis, he querido acercarme personalmente a
estos lugares, donde he constatado el deseo ardiente con el que se quiere
reconstruir lo que se ha destruido. Deseo que, en este momento de su historia,
este espíritu de tenacidad y de compromiso compartido anime a toda la amada
nación italiana.
Al concluir nuestro encuentro, deseo recordar que
el siervo de Dios, Papa Pablo VI, al final del Concilio Vaticano II, que
comenzó hace cincuenta años, dirigió algunos mensajes que son todavía actuales,
uno de los cuales destinado a todos los gobernantes. Les exhortaba en estos
términos: «A vosotros corresponde ser sobre la tierra los promotores del orden
y de la paz entre los hombres. Pero no lo olvidéis: es Dios (…) el gran
artesano del orden y la paz sobre la tierra» (Mensaje a los gobernantes, 8
diciembre 1965, n. 3).
Hoy, hago mías estas consideraciones al
formularos, Señoras y Señores Embajadores y Miembros distinguidos del Cuerpo
Diplomático, a vuestros familiares y colaboradores, mis más fervientes votos
para el año nuevo. Gracias.
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