BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Catequesis de los miércoles 6 de Febrero de 2013
del Papa Benedicto XVI
Yo creo en Dios: el Creador del cielo y de la tierra, el Creador del ser humano
Sala Pablo VI
Queridos hermanos:
El Credo, que comienza calificando a Dios «Padre omnipotente», como
meditamos la semana pasada, añade
luego que Él es el «Creador del cielo y de la tierra», y retoma de este modo la
afirmación con la que comienza la Biblia. En el primer versículo de la Sagrada
Escritura en efecto se lee: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn
1, 1): es Dios el origen de todas las cosas y en la belleza de la creación se
despliega su omnipotencia de Padre que ama.
Dios se manifiesta como Padre en la creación, en cuanto origen de la vida, y,
al crear, muestra su omnipotencia. Las imágenes usadas por la Sagrada Escritura
al respecto son muy sugestivas (cf. Is 40, 12; 45, 18; 48, 13; Sal
104, 2.5; 135, 7; Pr 8, 27-29; Jb 38–39). Él, como un Padre bueno
y poderoso, cuida de todo aquello que ha creado con un amor y una fidelidad que
nunca decae, dicen repetidamente los Salmos (cf. Sal 57, 11; 108, 5; 36,
6). Así, la creación se convierte en espacio donde conocer y reconocer la
omnipotencia del Señor y su bondad, y llega a ser llamamiento a nuestra fe de
creyentes para que proclamemos a Dios como Creador. «Por la fe —escribe el autor
de la Carta a los Hebreos— sabemos que el universo fue configurado por la
Palabra de Dios, de manera que lo visible procede de lo invisible» (11, 3). La
fe, por lo tanto, implica saber reconocer lo invisible distinguiendo sus huellas
en el mundo visible. El creyente puede leer el gran libro de la naturaleza y
entender su lenguaje (cf. Sal 19, 2-5); pero es necesaria la Palabra de
revelación, que suscita la fe, para que el hombre pueda llegar a la plena
consciencia de la realidad de Dios como Creador y Padre. En el libro de la
Sagrada Escritura la inteligencia humana puede encontrar, a la luz de la fe, la
clave de interpretación para comprender el mundo. En particular, ocupa un lugar
especial el primer capítulo del Génesis, con la solemne presentación de la obra
creadora divina que se despliega a lo largo de siete días: en seis días Dios
realiza la creación y el séptimo día, el sábado, concluye toda actividad y
descansa. Día de la libertad para todos, día de la comunión con Dios. Y así, con
esta imagen, el libro del Génesis nos indica que el primer pensamiento de Dios
era encontrar un amor que respondiera a su amor. El segundo pensamiento es crear
un mundo material donde situar este amor, estas criaturas que le correspondan en
libertad. Tal estructura, por lo tanto, hace que el texto esté caracterizado por
algunas repeticiones significativas. Por ejemplo, se repite seis veces la frase:
«Vio Dios que era bueno» (vv. 4.10.12.18.21.25), para concluir, la séptima vez,
después de la creación del hombre: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy
bueno» (v. 31). Todo lo que Dios crea es bello y bueno, impregnado de sabiduría
y de amor; la acción creadora de Dios trae orden, introduce armonía, dona
belleza. En el relato del Génesis emerge luego que el Señor crea con su
Palabra: en el texto se lee diez veces la expresión «Dijo Dios» (vv.
3.6.9.11.14.20.24.26.28.29). Es la palabra, el Logos de Dios, lo que está
en el origen de la realidad del mundo; y al decir: «Dijo Dios», fue así, subraya
el poder eficaz de la Palabra divina. El Salmista canta de esta forma: «La
Palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos... porque
Él lo dijo, y existió; Él lo mandó y todo fue creado» (33, 6.9). La vida brota,
el mundo existe, porque todo obedece a la Palabra divina.
Pero hoy nuestra pregunta es: en la época de la ciencia y de la técnica,
¿tiene sentido todavía hablar de creación? ¿Cómo debemos comprender las
narraciones del Génesis? La Biblia no quiere ser un manual de ciencias
naturales; quiere en cambio hacer comprender la verdad auténtica y profunda de
las cosas. La verdad fundamental que nos revelan los relatos del Génesis
es que el mundo no es un conjunto de fuerzas entre sí contrastantes, sino que
tiene su origen y su estabilidad en el Logos, en la Razón eterna de Dios,
que sigue sosteniendo el universo. Hay un designio sobre el mundo que nace de
esta Razón, del Espíritu creador. Creer que en la base de todo exista esto,
ilumina cualquier aspecto de la existencia y da la valentía para afrontar con
confianza y esperanza la aventura de la vida. Por lo tanto, la Escritura nos
dice que el origen del ser, del mundo, nuestro origen no es lo irracional y la
necesidad, sino la razón y el amor y la libertad. De ahí la alternativa: o
prioridad de lo irracional, de la necesidad, o prioridad de la razón, de la
libertad, del amor. Nosotros creemos en esta última posición.
Pero quisiera decir una palabra también sobre aquello que es el vértice de
toda la creación: el hombre y la mujer, el ser humano, el único «capaz de
conocer y amar a su Creador» (const. past.
Gaudium et spes, 12). El
Salmista, mirando a los cielos, se pregunta: «Cuando contemplo el cielo, obra de
tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te
acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?» (8, 4-5). El ser humano,
creado con amor por Dios, es algo muy pequeño ante la inmensidad del universo. A
veces, mirando fascinados las enormes extensiones del firmamento, también
nosotros hemos percibido nuestra limitación. El ser humano está habitado por
esta paradoja: nuestra pequeñez y nuestra caducidad conviven con la grandeza de
aquello que el amor eterno de Dios ha querido para nosotros.
Los relatos de la creación en el Libro del Génesis nos introducen
también en este misterioso ámbito, ayudándonos a conocer el proyecto de Dios
sobre el hombre. Antes que nada afirman que Dios formó al hombre con el polvo de
la tierra (cf. Gn 2, 7). Esto significa que no somos Dios, no nos hemos
hecho solos, somos tierra; pero significa también que venimos de la tierra
buena, por obra del Creador bueno. A esto se suma otra realidad fundamental:
todos los seres humanos son polvo, más allá de las distinciones obradas por
la cultura y la historia, más allá de toda diferencia social; somos una única
humanidad plasmada con la única tierra de Dios. Hay, luego, un segundo elemento:
el ser humano se origina porque Dios sopla el aliento de vida en el cuerpo
modelado de la tierra (cf. Gn 2, 7). El ser humano está hecho a imagen y
semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27). Todos, entonces, llevamos en
nosotros el aliento vital de Dios, y toda vida humana —nos dice la Biblia— está
bajo la especial protección de Dios. Esta es la razón más profunda de la
inviolabilidad de la dignidad humana contra toda tentación de valorar a la
persona según criterios utilitaristas y de poder. El ser a imagen y semejanza de
Dios indica luego que el hombre no está cerrado en sí mismo, sino que tiene una
referencia esencial en Dios.
En los primeros capítulos del Libro del Génesis encontramos dos
imágenes significativas: el jardín con el árbol del conocimiento del bien y del
mal y la serpiente (cf. 2, 15-17; 3, 1-5). El jardín nos dice que la realidad en
la que Dios puso al ser humano no es una foresta salvaje, sino un lugar que
protege, nutre y sostiene; y el hombre debe reconocer el mundo no como propiedad
que se puede saquear y explotar, sino como don del Creador, signo de su voluntad
salvífica, don que se ha de cultivar y custodiar, que se debe hacer crecer y
desarrollar en el respeto, en la armonía, siguiendo en él los ritmos y la
lógica, según el designio de Dios (cf. Gn 2, 8-15). La serpiente es una
figura que deriva de los cultos orientales de la fecundidad, que fascinaban a
Israel y constituían una constante tentación de abandonar la misteriosa alianza
con Dios. A la luz de esto, la Sagrada Escritura presenta la tentación que
sufrieron Adán y Eva como el núcleo de la tentación y del pecado. ¿Qué dice, en
efecto, la serpiente? No niega a Dios, pero insinúa una pregunta solapada:
«¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (Gn
3, 2). De este modo la serpiente suscita la sospecha de que la alianza con Dios
es como una cadena que ata, que priva de la libertad y de las cosas más bellas y
preciosas de la vida. La tentación se convierte en la de construirse solos el
mundo donde se vive, de no aceptar los límites de ser creatura, los límites del
bien y del mal, de la moralidad; la dependencia del amor creador de Dios se ve
como un peso del que hay que liberarse. Este es siempre el núcleo de la
tentación. Pero cuando se desvirtúa la relación con Dios, con una mentira,
poniéndose en su lugar, todas las demás relaciones se ven alteradas. Entonces el
otro se convierte en un rival, en una amenaza: Adán, después de ceder a la
tentación, acusa inmediatamente a Eva (cf. Gn 3, 12); los dos se esconden
de la mirada de aquel Dios con quien conversaban en amistad (cf. 3, 8-10); el
mundo ya no es el jardín donde se vive en armonía, sino un lugar que se ha de
explotar y en el cual se encubren insidias (cf. 3, 14-19); la envidia y el odio
hacia el otro entran en el corazón del hombre: ejemplo de ello es Caín que mata
al propio hermano Abel (cf. 4, 3-9). Al ir contra su Creador, en realidad el
hombre va contra sí mismo, reniega de su origen y por lo tanto de su verdad; y
el mal entra en el mundo, con su penosa cadena de dolor y de muerte. Cuanto Dios
había creado era bueno, es más, muy bueno; después de esta libre decisión del
hombre a favor de la mentira contra la verdad, el mal entra en el mundo.
De los relatos de la creación, quisiera poner de relieve una última
enseñanza: el pecado engendra pecado y todos los pecados de la historia están
vinculados entre sí. Este aspecto nos impulsa a hablar del llamado «pecado
original». ¿Cuál es el significado de esta realidad, difícil de comprender?
Desearía solamente mencionar algún elemento. Antes que nada debemos considerar
que ningún hombre está cerrado en sí mismo, nadie puede vivir solo de sí y para
sí; nosotros recibimos la vida de otro y no sólo en el momento del nacimiento,
sino cada día. El ser humano es relación: yo soy yo mismo sólo en el tú y a
través del tú, en la relación del amor con el Tú de Dios y el tú de los demás.
Pues bien, el pecado consiste en enturbiar o destruir la relación con Dios, esta
es su esencia: destruir la relación con Dios, la relación fundamental, situarse
en el lugar de Dios. El
Catecismo de la Iglesia católica afirma que con
el primer pecado el hombre «hizo la elección de sí mismo contra Dios, contra las
exigencias de su estado de creatura y, por tanto, contra su propio bien» (n.
398). Alterada la relación fundamental, se comprometen o se destruyen también
los demás polos de la relación, el pecado arruina las relaciones, así arruina
todo, porque nosotros somos relación. Ahora, si la estructura relacional de la
humanidad está turbada desde el inicio, todo hombre entra en un mundo marcado
por esta alteración de las relaciones, entra en un mundo turbado por el pecado,
del cual es marcado personalmente; el pecado inicial menoscaba e hiere la
naturaleza humana (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 404-406). Y el
hombre por sí solo, uno solo, no puede salir de esta situación, no puede
redimirse solo; solamente el Creador mismo puede restaurar las justas
relaciones. Sólo si Aquél de quien nos hemos alejado viene a nosotros y nos
tiende la mano con amor, las justas relaciones pueden reanudarse. Esto acontece
en Jesucristo, que realiza exactamente el itinerario inverso del que hizo Adán,
como describe el himno en el segundo capítulo de la Carta de San Pablo a los
Filipenses (2, 5-11): así como Adán no reconoce que es creatura y quiere ponerse
en el lugar de Dios, Jesús, el Hijo de Dios, está en en una relación filial
perfecta con el Padre, se abaja, se convierte en siervo, recorre el camino del
amor humillándose hasta la muerte de cruz, para volver a poner en orden las
relaciones con Dios. La Cruz de Cristo se convierte de este modo en el nuevo
árbol de la vida.
Queridos hermanos, vivir de fe quiere decir reconocer la grandeza
de Dios y aceptar nuestra pequeñez, nuestra condición de creaturas dejando que
el Señor la colme con su amor y crezca así nuestra verdadera grandeza. El mal,
con su carga de dolor y de sufrimiento, es un misterio que la luz de la fe
ilumina, que nos da la certeza de poder ser liberados de él: la certeza de que
es bueno ser hombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario