Señor Vicepresidente,
Señor Presidente,
Distinguidos Miembros del Congreso,
Queridos amigos:
Les agradezco la invitación que me han hecho a que les dirija la
palabra en esta sesión conjunta del Congreso en «la tierra de los libres
y en la patria de los valientes». Me gustaría pensar que lo han hecho
porque también yo soy un hijo de este gran continente, del que todos
nosotros hemos recibido tanto y con el que tenemos una responsabilidad
común.
Cada hijo o hija de un país tiene una misión, una responsabilidad personal y social.
La de ustedes como Miembros del Congreso, por medio de la actividad
legislativa, consiste en hacer que este País crezca como Nación. Ustedes
son el rostro de su pueblo, sus representantes. Y están llamados a
defender y custodiar la dignidad de sus conciudadanos en la búsqueda
constante y exigente del bien común, pues éste es el principal desvelo
de la política.
La sociedad política perdura si se plantea, como vocación, satisfacer
las necesidades comunes favoreciendo el crecimiento de todos sus
miembros, especialmente de los que están en situación de mayor
vulnerabilidad o riesgo. La actividad legislativa siempre está basada en
la atención al pueblo. A eso han sido invitados, llamados, convocados
por las urnas.
Se trata de una tarea que me recuerda la figura de Moisés en una doble
perspectiva. Por un lado, el Patriarca y legislador del Pueblo de Israel
simboliza la necesidad que tienen los pueblos de mantener la conciencia
de unidad por medio de una legislación justa. Por otra parte, la figura
de Moisés nos remite directamente a Dios y por lo tanto a la dignidad
trascendente del ser humano. Moisés nos ofrece una buena síntesis de su
labor: ustedes están invitados a proteger, por medio de la ley, la
imagen y semejanza plasmada por Dios en cada vida humana.
En esta perspectiva quisiera hoy no sólo dirigirme a ustedes, sino con
ustedes y en ustedes a todo el pueblo de los Estados Unidos. Aquí junto
con sus Representantes, quisiera tener la oportunidad de dialogar con
miles de hombres y mujeres que luchan cada día para trabajar
honradamente, para llevar el pan a su casa, para ahorrar y –poco a poco–
conseguir una vida mejor para los suyos. Que no se resignan solamente a
pagar sus impuestos, sino que –con su servicio silencioso– sostienen la
convivencia. Que crean lazos de solidaridad por medio de iniciativas
espontáneas pero también a través de organizaciones que buscan paliar el
dolor de los más necesitados.
Me gustaría dialogar con tantos abuelos que atesoran la sabiduría
forjada por los años e intentan de muchas maneras, especialmente a
través del voluntariado, compartir sus experiencias y conocimientos. Sé
que son muchos los que se jubilan pero no se retiran; siguen activos
construyendo esta tierra. Me gustaría dialogar con todos esos jóvenes
que luchan por sus deseos nobles y altos, que no se dejan atomizar por
las ofertas fáciles, que saben enfrentar situaciones difíciles, fruto
muchas veces de la inmadurez de los adultos. Con todos ustedes quisiera
dialogar y me gustaría hacerlo a partir de la memoria de su pueblo.
Mi visita tiene lugar en un momento en que los hombres y mujeres de
buena voluntad conmemoran el aniversario de algunos ilustres
norteamericanos. Salvando los vaivenes de la historia y las ambigüedades
propias de los seres humanos, con sus muchas diferencias y límites,
estos hombres y mujeres apostaron, con trabajo, abnegación y hasta con
su propia sangre, por forjar un futuro mejor. Con su vida plasmaron
valores fundantes que viven para siempre en el alma de todo el pueblo.
Un pueblo con alma puede pasar por muchas encrucijadas, tensiones y
conflictos, pero logra siempre encontrar los recursos para salir
adelante y hacerlo con dignidad. Estos hombres y mujeres nos aportan una
hermenéutica, una manera de ver y analizar la realidad. Honrar su
memoria, en medio de los conflictos, nos ayuda a recuperar, en el hoy de
cada día, nuestras reservas culturales.
Me limito a mencionar cuatro de estos ciudadanos: Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton.
Estamos en el ciento cincuenta aniversario del asesinato del Presidente
Abraham Lincoln, el defensor de la libertad, que ha trabajado
incansablemente para que «esta Nación, por la gracia de Dios, tenga una
nueva aurora de libertad». Construir un futuro de libertad exige amor al
bien común y colaboración con un espíritu de subsidiaridad y
solidaridad.
Todos conocemos y estamos sumamente preocupados por la inquietante
situación social y política de nuestro tiempo. El mundo es cada vez más
un lugar de conflictos violentos, de odio nocivo, de sangrienta
atrocidad, cometida incluso en el nombre de Dios y de la religión. Somos
conscientes de que ninguna religión es inmune a diversas formas de
aberración individual o de extremismo ideológico.
Esto nos urge a estar atentos frente a cualquier tipo de
fundamentalismo de índole religiosa o del tipo que fuere. Combatir la
violencia perpetrada bajo el nombre de una religión, una ideología, o un
sistema económico y, al mismo tiempo, proteger la libertad de las
religiones, de las ideas, de las personas requiere un delicado
equilibrio en el que tenemos que trabajar. Y, por otra parte, puede
generarse una tentación a la que hemos de prestar especial atención: el
reduccionismo simplista que divide la realidad en buenos y malos;
permítanme usar la expresión: en justos y pecadores.
El mundo contemporáneo con sus heridas, que sangran en tantos hermanos
nuestros, nos convoca a afrontar todas las polarizaciones que pretenden
dividirlo en dos bandos. Sabemos que en el afán de querer liberarnos del
enemigo exterior podemos caer en la tentación de ir alimentando el
enemigo interior. Copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino
es la mejor manera de ocupar su lugar. A eso este pueblo dice: No.
Nuestra respuesta, en cambio, es de esperanza y de reconciliación, de
paz y de justicia. Se nos pide tener el coraje y usar nuestra
inteligencia para resolver las crisis geopolíticas y económicas que
abundan hoy. También en el mundo desarrollado las consecuencias de
estructuras y acciones injustas aparecen con mucha evidencia. Nuestro
trabajo se centra en devolver la esperanza, corregir las injusticias,
mantener la fe en los compromisos, promoviendo así la recuperación de
las personas y de los pueblos. Ir hacia delante juntos, en un renovado
espíritu de fraternidad y solidaridad, cooperando con entusiasmo al bien
común.
El reto que tenemos que afrontar hoy nos pide una renovación del
espíritu de colaboración que ha producido tanto bien a lo largo de la
historia de los Estados Unidos. La complejidad, la gravedad y la
urgencia de tal desafío exige poner en común los recursos y los talentos
que poseemos y empeñarnos en sostenernos mutuamente, respetando las
diferencias y las convicciones de conciencia.
En estas tierras, las diversas comunidades religiosas han ofrecido una
gran ayuda para construir y reforzar la sociedad. Es importante, hoy
como en el pasado, que la voz de la fe, que es una voz de fraternidad y
de amor, que busca sacar lo mejor de cada persona y de cada sociedad,
pueda seguir siendo escuchada. Tal cooperación es un potente instrumento
en la lucha por erradicar las nuevas formas mundiales de esclavitud,
que son fruto de grandes injusticias que pueden ser superadas sólo con
nuevas políticas y consensos sociales.
Apelo aquí a la historia política de los Estados Unidos, donde la
democracia está radicada en la mente del Pueblo. Toda actividad política
debe servir y promover el bien de la persona humana y estar fundada en
el respeto de su dignidad. «Sostenemos como evidentes estas verdades:
que todos los hombres son creados iguales; que han sido dotados por el
Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos está la vida,
la libertad y la búsqueda de la felicidad» (Declaración de
Independencia, 4 julio 1776).
Si es verdad que la política debe servir a la persona humana, se sigue
que no puede ser esclava de la economía y de las finanzas. La política
responde a la necesidad imperiosa de convivir para construir juntos el
bien común posible, el de una comunidad que resigna intereses
particulares para poder compartir, con justicia y paz, sus bienes, sus
intereses, su vida social. No subestimo la dificultad que esto conlleva,
pero los aliento en este esfuerzo.
En esta sede quiero recordar también la marcha que, cincuenta años
atrás, Martin Luther King encabezó desde Selma a Montgomery, en la
campaña por realizar el «sueño» de plenos derechos civiles y políticos
para los afro-americanos. Su sueño sigue resonando en nuestros
corazones. Me alegro de que Estados Unidos siga siendo para muchos la
tierra de los «sueños». Sueños que movilizan a la acción, a la
participación, al compromiso. Sueños que despiertan lo que de más
profundo y auténtico hay en los pueblos.
En los últimos siglos, millones de personas han alcanzado esta tierra
persiguiendo el sueño de poder construir su propio futuro en libertad.
Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los
extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros.
Les hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son
descendientes de inmigrantes. Trágicamente, los derechos de cuantos
vivieron aquí mucho antes que nosotros no siempre fueron respetados. A
estos pueblos y a sus naciones, desde el corazón de la democracia
norteamericana, deseo reafirmarles mi más alta estima y reconocimiento.
Aquellos primeros contactos fueron bastantes convulsos y sangrientos,
pero es difícil enjuiciar el pasado con los criterios del presente. Sin
embargo, cuando el extranjero nos interpela, no podemos cometer los
pecados y los errores del pasado. Debemos elegir la posibilidad de vivir
ahora en el mundo más noble y justo posible, mientras formamos las
nuevas generaciones, con una educación que no puede dar nunca la espalda
a los «vecinos», a todo lo que nos rodea. Construir una nación nos
lleva a pensarnos siempre en relación con otros, saliendo de la lógica
de enemigo para pasar a la lógica de la recíproca subsidiaridad, dando
lo mejor de nosotros. Confío que lo haremos.
Nuestro mundo está afrontando una crisis de refugiados sin precedentes
desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Lo que representa
grandes desafíos y decisiones difíciles de tomar. A lo que se suma, en
este continente, las miles de personas que se ven obligadas a viajar
hacia el norte en búsqueda de una vida mejor para sí y para sus seres
queridos, en un anhelo de vida con mayores oportunidades. ¿Acaso no es
lo que nosotros queremos para nuestros hijos? No debemos dejarnos
intimidar por los números, más bien mirar a las personas, sus rostros,
escuchar sus historias mientras luchamos por asegurarles nuestra mejor
respuesta a su situación. Una respuesta que siempre será humana, justa y
fraterna. Cuidémonos de una tentación contemporánea: descartar todo lo
que moleste. Recordemos la regla de oro: «Hagan ustedes con los demás
como quieran que los demás hagan con ustedes» (Mt 7,12).
Esta regla nos da un parámetro de acción bien preciso: tratemos a los
demás con la misma pasión y compasión con la que queremos ser tratados.
Busquemos para los demás las mismas posibilidades que deseamos para
nosotros. Acompañemos el crecimiento de los otros como queremos ser
acompañados. En definitiva: queremos seguridad, demos seguridad;
queremos vida, demos vida; queremos oportunidades, brindemos
oportunidades. El parámetro que usemos para los demás será el parámetro
que el tiempo usará con nosotros. La regla de oro nos recuerda la
responsabilidad que tenemos de custodiar y defender la vida humana en
todas las etapas de su desarrollo.
Esta certeza es la que me ha llevado, desde el principio de mi
ministerio, a trabajar en diferentes niveles para solicitar la abolición
mundial de la pena de muerte. Estoy convencido que este es el mejor
camino, porque cada vida es sagrada, cada persona humana está dotada de
una dignidad inalienable y la sociedad sólo puede beneficiarse en la
rehabilitación de aquellos que han cometido algún delito. Recientemente,
mis hermanos Obispos aquí, en los Estados Unidos, han renovado el
llamamiento para la abolición de la pena capital. No sólo me uno con mi
apoyo, sino que animo y aliento a cuantos están convencidos de que una
pena justa y necesaria nunca debe excluir la dimensión de la esperanza y
el objetivo de la rehabilitación.
En estos tiempos en que las cuestiones sociales son tan importantes, no
puedo dejar de nombrar a la Sierva de Dios Dorothy Day, fundadora del
Movimiento del trabajador católico. Su activismo social, su pasión por
la justicia y la causa de los oprimidos estaban inspirados en el
Evangelio, en su fe y en el ejemplo de los santos.
¡Cuánto se ha progresado, en este sentido, en tantas partes del mundo!
¡Cuánto se viene trabajando en estos primeros años del tercer milenio
para sacar a las personas de la extrema pobreza! Sé que comparten mi
convicción de que todavía se debe hacer mucho más y que, en momentos de
crisis y de dificultad económica, no se puede perder el espíritu de
solidaridad internacional. Al mismo tiempo, quiero alentarlos a recordar
cuán cercanos a nosotros son hoy los prisioneros de la trampa de la
pobreza. También a estas personas debemos ofrecerles esperanza. La lucha
contra la pobreza y el hambre ha de ser combatida constantemente, en
sus muchos frentes, especialmente en las causas que las provocan. Sé que
gran parte del pueblo norteamericano hoy, como ha sucedido en el
pasado, está haciéndole frente a este problema.
No es necesario repetir que parte de este gran trabajo está constituido
por la creación y distribución de la riqueza. El justo uso de los
recursos naturales, la aplicación de soluciones tecnológicas y la guía
del espíritu emprendedor son parte indispensable de una economía que
busca ser moderna pero especialmente solidaria y sustentable. «La
actividad empresarial, que es una noble vocación orientada a producir
riqueza y a mejorar el mundo para todos, puede ser una manera muy
fecunda de promover la región donde instala sus emprendimientos, sobre
todo si entiende que la creación de puestos de trabajo es parte
ineludible de su servicio al bien común» (Laudato si’, 129). Y este bien
común incluye también la tierra, tema central de la Encíclica que he
escrito recientemente para «entrar en diálogo con todos acerca de
nuestra casa común» (ibíd., 3). «Necesitamos una conversación que nos
una a todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces
humanas, nos interesan y nos impactan a todos» (ibíd., 14).
En Laudato si’, aliento el esfuerzo valiente y responsable para
«reorientar el rumbo» (N. 61) y para evitar las más grandes
consecuencias que surgen del degrado ambiental provocado por la
actividad humana. Estoy convencido de que podemos marcar la diferencia y
no tengo alguna duda de que los Estados Unidos –y este Congreso– están
llamados a tener un papel importante. Ahora es el tiempo de acciones
valientes y de estrategias para implementar una «cultura del cuidado»
(ibíd., 231) y una «aproximación integral para combatir la pobreza, para
devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la
naturaleza» (ibíd., 139).
La libertad humana es capaz de limitar la técnica (cf. ibíd., 112); de
interpelar «nuestra inteligencia para reconocer cómo deberíamos
orientar, cultivar y limitar nuestro poder» (ibíd., 78); de poner la
técnica al «servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más
social, más integral» (ibíd., 112). Sé y confío que sus excelentes
instituciones académicas y de investigación pueden hacer una
contribución vital en los próximos años.
Un siglo atrás, al inicio de la Gran Guerra, «masacre inútil», en
palabras del Papa Benedicto XV, nace otro gran norteamericano, el monje
cisterciense Thomas Merton. Él sigue siendo fuente de inspiración
espiritual y guía para muchos. En su autobiografía escribió: «Aunque
libre por naturaleza y a imagen de Dios, con todo, y a imagen del mundo
al cual había venido, también fui prisionero de mi propia violencia y
egoísmo. El mundo era trasunto del infierno,
abarrotado de hombres como yo, que le amaban y también le aborrecían.
Habían nacido para amarle y, sin embargo, vivían con temor y ansias
desesperadas y enfrentadas». Merton fue sobre todo un hombre de oración,
un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió horizontes
nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de diálogo, un promotor de la paz entre pueblos y religiones.
En tal perspectiva de diálogo, deseo reconocer los esfuerzos que se han
realizado en los últimos meses y que ayudan a superar las históricas
diferencias ligadas a dolorosos episodios del pasado. Es mi deber
construir puentes y ayudar lo más posible a que todos los hombres y
mujeres puedan hacerlo. Cuando países que han estado en conflicto
retoman el camino del diálogo, que podría haber estado interrumpido por
motivos legítimos, se abren nuevos horizontes para todos. Esto ha
requerido y requiere coraje, audacia, lo cual no significa falta de
responsabilidad. Un buen político es aquel que, teniendo en mente los
intereses de todos, toma el momento con un espíritu abierto y
pragmático. Un buen político opta siempre por generar procesos más que
por ocupar espacios (cf. Evangelii gaudium, 222-223).
Igualmente, ser un agente de diálogo y de paz significa estar
verdaderamente determinado a atenuar y, en último término, a acabar con
los muchos conflictos armados que afligen nuestro mundo. Y sobre esto
hemos de ponernos un interrogante: ¿por qué las armas letales son
vendidas a aquellos que pretenden infligir un sufrimiento indecible
sobre los individuos y la sociedad? Tristemente, la respuesta, que todos
conocemos, es simplemente por dinero; un dinero impregnado de sangre, y
muchas veces de sangre inocente. Frente al silencio vergonzoso y
cómplice, es nuestro deber afrontar el problema y acabar con el tráfico
de armas.
Tres hijos y una hija de esta tierra, cuatro personas, cuatro sueños:
Abraham Lincoln, la libertad; Martin Luther King, una libertad que se
vive en la pluralidad y la no exclusión; Dorothy Day, la justicia social
y los derechos de las personas; y Thomas Merton, la capacidad de
diálogo y la apertura a Dios.
Cuatro representantes del pueblo norteamericano.
Terminaré mi visita a su País en Filadelfia, donde participaré en el
Encuentro Mundial de las Familias. He querido que en todo este Viaje
Apostólico la familia
fuese un tema recurrente. Cuán fundamental ha sido la familia en la
construcción de este País. Y cuán digna sigue siendo de nuestro apoyo y
aliento. No puedo esconder mi preocupación por la familia, que está
amenazada, quizás como nunca, desde el interior y desde el exterior. Las
relaciones fundamentales son puestas en duda, como el mismo fundamento
del matrimonio
y de la familia. No puedo más que confirmar no sólo la importancia,
sino por sobre todo, la riqueza y la belleza de vivir en familia.
De modo particular quisiera llamar su atención sobre aquellos
componentes de la familia que parecen ser los más vulnerables, es decir,
los jóvenes. Muchos tienen delante un futuro lleno de innumerables
posibilidades, muchos otros parecen desorientados y sin sentido,
prisioneros en un laberinto de violencia, de abuso y desesperación. Sus
problemas son nuestros problemas. No nos es posible eludirlos. Hay que
afrontarlos juntos, hablar y buscar soluciones más allá del simple
tratamiento nominal de las cuestiones. Aun a riesgo de simplificar,
podríamos decir que existe una cultura tal que empuja a muchos jóvenes a
no poder formar una familia porque están privados de oportunidades de
futuro. Sin embargo, esa misma cultura concede a muchos otros, por el
contrario, tantas oportunidades, que también ellos se ven disuadidos de
formar una familia.
Una Nación es considerada grande cuando defiende la libertad, como hizo
Abraham Lincoln; cuando genera una cultura que permita a sus hombres
«soñar» con plenitud de derechos para sus hermanos y hermanas, como
intentó hacer Martin Luther King; cuando lucha por la justicia y la
causa de los oprimidos, como hizo Dorothy Day en su incesante trabajo;
siendo fruto de una fe que se hace diálogo y siembra paz, al estilo
contemplativo de Merton.
Me he animado a esbozar algunas de las riquezas de su patrimonio
cultural, del alma de su pueblo. Me gustaría que esta alma siga tomando
forma y crezca, para que los jóvenes puedan heredar y vivir en una
tierra que ha permitido a muchos soñar. Que Dios bendiga a América.
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