La lectura del texto evangélico nos da
una descripción sintética pero estupenda de la relación dulce y tierna
de Jesús con los niños. Esta escena, central y emblemática para quien
está llamado a ser discípulo de Cristo, marca los versículos 36-37 del
capítulo 9 de Marcos y se repite en el capítulo 10 en los versículos
13-16: “Tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, abrazándolo” (Mc 9, 36).
“Le trajeron entonces a unos niños para que los tocara… los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos” (Mc 10, 13.16).
Nuestra presencia aquí, hoy; vuestra
presencia ante el Altar de la Cátedra en la presencia de Jesús
Eucaristía, quiere hacerse eco del amor, del cuidado y de la solicitud
que la Iglesia, Esposa de Jesús, ha tenido siempre por los niños y por
los débiles.
En la escuela de los Padres de la Iglesia, atesorando el trabajo de Santo Tomás de Aquino en la Catena Aurea, notamos
que para Teofilacto el niño es la imagen elocuente de la inocencia.
Juan Crisóstomo comenta que el Señor aprecia en él la humildad y la
sencillez “porque este pequeño estaba limpio de envidia, de vanagloria y
de todo deseo de primacía” (Hom. in Matt. 58). Beda el Venerable exalta
en el niño la ausencia de malicia, la sencillez sin arrogancia, la
caridad sin envidia, la devoción sin ira (Comm. in Marc. 3,39).
El niño se convierte en icono del
discípulo que quiere ser “grande” en el Reino de los Cielos. El Señor
Jesús reprende a los suyos porque, poco antes advertidos por segunda vez
de la exigencia de la cruz (Mc. 9, 30.32), se perdieron a lo largo del
camino en discusiones entre ellos sobre quién era el más grande. “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”. ¡Cuántos
pecados en la Iglesia por la arrogancia, por la ambición insaciable,
por el abuso y la injusticia de quien se aprovecha del ministerio para
hacer carrera, para mostrarse, por fútiles y miserables motivos de
vanagloria!
“El que recibe a uno de
estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a
mí al que recibe, sino a Aquel que me ha enviado” (Mc 9, 37).
Recibir al niño, abrir el corazón a la
humildad del niño, recibirlo en el nombre de Jesús, significa asumir el
corazón de Jesús, los ojos del Maestro; implica una apertura al Padre y
al Espíritu Santo. Exclama Teofilacto: “Ved, pues, cuánto vale la
humildad, que hace digno de recibir al Padre y al Hijo y aún al Espíritu
Santo”.
“Os aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Mc 10, 15).
Recibir el Reino de Dios como un niño
significa recibirlo con corazón puro, con docilidad, abandono,
confianza, entusiasmo, esperanza. Todo esto nos recuerda el niño. Todo
esto hace al niño precioso a los ojos de Dios y a los ojos del verdadero
discípulo de Jesús.
Por el contrario, ¡qué árida se vuelve
la tierra y qué triste el mundo cuando esta imagen tan bella, este
icono tan santo, es pisoteado, quebrado, ensuciado, abusado, destruido!
Sale del corazón de Jesús un grito de profundo eco: “¡Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis!”
(Mc 10,14). No seáis tropiezo en su camino hacia mí, no obstaculicéis
su progreso espiritual, no dejéis que sean seducidos por el maligno, no
hagáis de los niños el objeto de vuestra impura codicia.
“Quien escandaliza a uno de
estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al
cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar” (Mc 9, 42).
Gregorio Magno comenta de este modo estas terribles palabras de Jesús:
“En sentido místico, en la piedra de moler se representan las vueltas y
trabajos de la vida del mundo, así como lo profundo del mar significa la
condenación más terrible. Por eso, quien después de haber sido llevado a
una profesión de santidad, destruye a los otros con la palabra o el
ejemplo, habría sido realmente mejor para él que sus actos le hubiesen
conducido a la muerte siendo seglar antes que haber sido elevado al
sagrado ministerio para perder a los demás con su ejemplo, puesto que
cayendo sólo, su pena en el infierno hubiera sido en verdad más
tolerable”.
Pero el Señor, que no se goza en la
pérdida de sus siervos y no quiere la muerte eterna de sus criaturas,
enseguida añade remedio a la condena, medicina a la enfermedad, alivio
al peligro de la eterna condenación. Las suyas son las palabras fuertes
del Cirujano Divino que corta para curar, amputa para sanar, poda para
que la vid produzca mucho fruto:
“Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala” (Mc 9,43).
“Si tu pie es para ti ocasión de pecado, córtalo” (Mc 9,45).
“Si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo” (Mc 9,47).
Diversos Santos Padres interpretan “la
mano”, “el pie”, “el ojo”, como el amigo querido a nuestro corazón, con
el que compartimos nuestra vida, al que estamos ligados con vínculos de
afecto, concordia y solidaridad. Hay un límite a este vínculo. La
amistad cristiana se somete a la ley de Dios. Si mi amigo, mi compañero,
la persona querida por mí, es para mí ocasión de pecado, es para mí un
obstáculo en mi peregrinar, no tengo otra opción, según el criterio del
Señor, más que cortar este vínculo. ¿Quién negaría el tormento de tal
opción? ¿No es ésta una cruel amputación? Y sin embargo, el Señor es
claro: es mejor para mí entrar sólo en el Reino (sin una mano, sin un
ojo, sin un pie), que con mi amigo ir “a la Gehena, al fuego
inextinguible” (Mc 9,43; cfr. etiam Mc 9, 45.47).
Pero diría que esta imagen tan fuerte
de los miembros de mi cuerpo me pone sin demasiada confusión frente al
espejo de mi conciencia. La referencia a la mano, al pie, al ojo, me
recuerdan las sufridas palabras del Apóstol Pablo en la carta a los
Romanos:
“Descubro en mí esta ley: queriendo
hacer el bien, se me presenta el mal. Porque de acuerdo con el hombre
interior, me complazco en la Ley de Dios, pero observo que hay en mis
miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me ata a la ley
del pecado que está en mis miembros. ¡Ay de mí! ¿Quién podrá librarme de
este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios, por
Jesucristo, nuestro Señor!” (Rom 7, 21-25).
El Apóstol de los gentiles, que se
hizo testigo del Evangelio de la Gracia (cfr. Rom 1, 16), no se rinde
ante nuestra propensión al pecado. Exhorta a los Romanos con palabras de
fuego que invitan a la conversión y a la fidelidad: “Así como para
iniquidad entregasteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y a
la iniquidad, así ahora entregad vuestros miembros como siervos a la
justicia para la santificación” (Rom 6, 19).
El Señor nos enseña, por lo tanto,
otra exigencia sublime del discipulado, una medicina preventiva que
Jesús Eucaristía, Fuego de Amor, propone hoy también a vosotros, jóvenes
comprometidos en la formación al ministerio sagrado y eclesial: “Cada uno será salado por el fuego” (Mc 9, 49).
El fuego arde, inflama, purifica. Es
signo elocuente del Espíritu Santo. Según las bellísimas palabras del
Santo Padre, pronunciadas en esta Basílica de San Pedro el domingo
pasado, solemnidad de Pentecostés:
“El fuego de Dios, el fuego del Espíritu Santo, es el de la zarza que arde sin consumirse (cf Ex 3,2).
Es una llama que arde, pero no destruye; que, así, inflamando hace
emerger la parte mejor y más verdadera del hombre, como en una fusión
hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor.
Un Padre de la Iglesia, Orígenes, en
una de sus Homilías sobre Jeremías, informa de un hecho atribuido a
Jesús, no contenido en las Sagradas Escrituras pero quizás auténtico,
que dice así: «Quien está cerca mío está cerca del fuego» (Homilía sobre Jeremías
L. I [III]). En Cristo, de hecho, habita la plenitud de Dios, a quien
en la Biblia se compara con el fuego. Hemos observado anteriormente que
la llama del Espíritu Santo arde pero no quema. Y sin embargo obra una
transformación, y por eso debe consumir algo en el hombre, las escorias
que lo corrompen y le obstaculizan en sus relaciones con Dios y con el
prójimo. Este efecto del fuego divino sin embargo nos asusta, tenemos
miedo de “quemarnos”, preferimos quedarnos como estamos. Esto es porque
muchas veces nuestra vida está configurada según la lógica del tener,
del poseer y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la
figura de Jesucristo, pero cuando se les pide perder algo de sí mismos,
entonces se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Es el
miedo a tener que renunciar a algo bueno, en el que somos atacados, el
miedo a que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas
experiencias, de una parte de nosotros mismos. Por una parte queremos
estar con Jesús, seguirlo de cerca, y por otra tenemos miedo de las
consecuencias que eso comporta.
Queridos hermanos y hermanas, siempre
necesitamos oír decir del Señor Jesús lo que a menudo les repetía a sus
amigos: «No tengáis miedo». Como Simón Pedro y los demás, debemos dejar
que su presencia y su gracia transformen nuestro corazón, siempre sujeto
a la debilidad humana. Debemos saber reconocer que perder algo, incluso
a uno mismo por el verdadero Dios, el Dios del amor y de la vida, es en
realidad ganar, reencontrarse más plenamente. Quien se confía a Jesús
experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el
mundo no puede dar, y no se pueden quitar una vez que Dios las ha dado.
¡Vale por tanto la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo!
El dolor que nos causa es necesario para nuestra transformación. Es la
realidad de la cruz: por eso en el lenguaje de Jesús el«fuego» es sobre
todo una representación del misterio de la cruz, sin el cual no existe
el cristianismo. Por eso, iluminados y confortados por estas palabras de
vida, elevemos nuestra invocación: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en
nosotros el fuego de tu amor! Sabemos que ésta es una oración audaz, con
la que pedimos ser tocados por la llama de Dios; pero sabemos sobre
todo que esta llama -y sólo ésa- tiene el poder de salvarnos. No
queramos, por defender nuestra vida, perder la eterna que Dios nos
quiere dar. Necesitamos el fuego del Espíritu Santo, porque sólo el Amor
redime”.
“Cada uno será salado por el fuego” (Mc 9, 49).
La sal preserva de la corrupción, da
sabor. Los Santos Padres ven aquí la imagen de la continencia y de la
sabiduría. El Apóstol Pablo exhortaba a los Colosenses (Col 4, 6): “Sea vuestra palabra siempre con gracia,
sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada uno”. La
sal, por lo tanto, es el Señor Jesucristo que ha preservado a todo el
mundo de la corrupción y ha concedido a los suyos, a nosotros, ser sal y
luz de la tierra (Mateo 5, 13).
“La sal es una cosa excelente, pero si
se vuelve insípida, ¿con qué la volveréis a salar? Que haya sal en
vosotros mismos y vivid en paz unos con otros” (Mc 9,49).
Esta es la invitación que Jesús, el
Maestro, nos dirige a todos hoy, en esta solemne Adoración de reparación
y de oración de intercesión en sintonía con el Santo Padre Benedicto
XVI. Nosotros oímos la llamada del Señor. No queremos disipar el
entusiasmo de nuestra respuesta. No queremos que nuestra sal pierda su
sabor. A los pies de la Eucaristía, hacemos nuestra la oración que la
Iglesia dirige a Jesús, presente en el Altar, durante la Santa Misa:
“Señor Jesucristo, que dijiste a tus
apóstoles «La paz os dejo, mi paz os doy», no tengas en cuenta nuestros
pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la
paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén” (Misal Romano).
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