Un
catequista siembra sin pensar en términos de eficacia porque está corresponde
más al mundo de la técnica, que al corazón del evangelio.
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Siembra
y a la vez, siente como entre paréntesis su sembrar, porque cree más en la
Gracia que en sus méritos.
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Un
Catequista se experimenta rehén de una misión desproporcionada, sabe así, del
privilegio, la maravilla de presentarse en nombre del Señor Jesús: a Él anuncia, como un embajador sagrado.
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Al
Catequista lo recorre un fuego al predicar como si viera a Dios en lo abierto
de la vida, en lo que la vida pide y de desde cada catecúmeno, ese niño o
adulto que nacerá a la fe, y quizás a la santidad, por su palabra.
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Algo
quemante hay en nombrar a Jesús con autoridad…
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Todo
auténtico catequista lleva semillas de vida en su corazón, pero también sabe
que el cristianismo es luz paradojal, y que si se baja de la cruz, pierde la
fuerza de su origen; transformándola en una religión natural, en un humanismo
sin sangre.
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El
catequista ha de vivir el dolor como una posibilidad de amor y ofrenda, y no
como su aniquilamiento; como si hiciera propias las palabras de Paul Ricoeur: “…el
sufrimiento es un momento de lo divino…”
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El
catequista además, le dará contenido a su decir, contenido que surgirá desde
una hoguera de rezos, porque no se
comprende al cristiano sin oración. No rezar es introducir una contradicción en
su vida. Es como secar las raíces…
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Y
el catequista vibrará con la comunidad, la construirá aceptando sus pobrezas,
sus pocas luces. Su tarea es sumar. Su pecado sería juzgar.
Amará
a la Iglesia, y se inclinará con temor sagrado ante sus dos mil años de pasión
y fe.
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Evangelio
y entrega a la comunidad, ese espacio que regala Dios para madurar en lo
personal, para desde ahí salir al encuentro de todos los hombres: “los
dispersos por el mundo…”.
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El
catequista no brinda una lección, sino una persona: Cristo. Y no rechaza la
osadía de su anuncio. Es el Nazareno quien le ha llamado: alguien que nació en
un lugar que no figuraba en los mapas, alguien que aún sin haber comenzado a
hablar fue mandado a asesinar, alguien que huyó en brazos de su joven madre a
un lugar lejano, con otros dioses, otra lengua, otra cultura, alguien que se
anidó en la soledad del desierto, en la cotidianeidad del trabajo callado y sin
pompas. Dios que al mostrarse a los suyos en su propia patria fue rechazado, y
querido arrojar a un barranco, Dios que como signo de contradicción no tuvo el
amor de los poderosos de su tiempo, y a quien solo siguieron con vacilaciones:
ciegos, pescadores, analfabetos, leprosos y marginales; porque la misericordia tenía
que brillar una vez en el mundo.
+
El
catequista auténtico se empapa de Cristo, y lo actualiza en su paciente
dedicación: palabra y gesto: liturgia del decir que el amor hace rostro.
Pbro. Gustavo
Seivane.
Espiritualidad -
Boletín Catequístico
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