San Santiago Berthieu |
La donación total y deliberada de su vida al seguimiento de Cristo es la clave de su compromiso.
En 1965, durante el Concilio
Vaticano II, el Papa Pablo VI declaraba beato al mártir de la fe y de
la castidad P. Jacques Berthieu, jesuita francés (1838-1896) sacerdote y
misionero en Madagascar.
El P. Berthieu fue canonizado en Roma el 21 de octubre de 2012, junto con otros seis beatos; esta fecha coincide con la
Jornada mundial de las misiones y tiene lugar en el seno del Año de la
Fe y del Sínodo de Obispos sobre la Nueva Evangelización.
Su Vida:
Jacques
Berthieu nació el 27 de noviembre de 1838 en el paraje de Montlogis,
del municipio de Polminhac, región de Auvernia, en el centro de Francia,
donde sus padres eran agricultores. Hizo sus estudios en el seminario
de Saint-Flour, hasta su ordenación sacerdotal en esta diócesis el año
1864. Nombrado párroco de Roannes-Saint-Mary, allí permanecerá nueve
años. El deseo de llevar el Evangelio a tierras lejanas y de poner como
fundamento de su vida espiritual los Ejercicios de San Ignacio, le
llevan a pedir su admisión a la Compañía de Jesús y a entrar en el
noviciado de Pau en 1873. En 1875 zarpa del puerto de Marsella hacia dos
islas del entorno de Madagascar, entonces dependientes de Francia: La
Reunión y Santa María (hoy Nosy Bohara), donde estudia la lengua
malgache y se prepara como misionero.
En
1881 una medida de la legislación francesa que cierra sus territorios a
la acción de los jesuitas, obliga a Jacques Berthieu a trasladarse a la
gran isla de Madagascar. Allí comenzará trabajando en el distrito de
Ambohimandroso-Ambalavao, en Fianarantsoa, en la región sur de los
altiplanos. Más tarde, durante la primera guerra franco-malgache,
desarrolla diversos ministerios en las costas este y norte del país. A
partir de 1886 dirige la misión de Ambositra, 250 kms al sur de
Antananarivo, y a continuación la de Anjozorofady-Ambatomainty al norte
de la capital. Una segunda guerra le obligará a alejarse de la zona. En
1895 el levantamiento de los Menalamba (los togas rojas), contra
los colonizadores, pone en su punto de mira también a los cristianos.
Jacques Berthieu intentará colocar a éstos bajo la protección de las
tropas francesas.
Un coronel francés, sin embargo, al que había
reprochado su comportamiento para con las mujeres del país, le retira su
apoyo, y eso le obliga a conducir un convoy de cristianos hacia
Antananarivo, deteniéndose en el poblado de Ambohibemasoandro. El 8 de
junio de 1896 los Menalamba hacen irrupción en el poblado y
acaban por encontrar a Jacques Berthieu, que se había escondido en la
casa de un amigo protestante. Se apoderan de él y le despojan de la
sotana. Otro le arranca el crucifijo a la vez que exclama: “¿Es éste tu
amuleto? ¿Es así como extravías al pueblo? ¿Piensas rezar todavía
mucho?” “Es preciso que rece hasta la muerte” le responde. Uno le da un
golpe de machete en la frente que le hace caer de rodillas. De la herida
brota abundante sangre.
Los Menalamba se lo llevan para la que
va a ser una larga marcha. Herido en la frente, Jacques Berthieu pide a
los que le conducen: “Suéltenme las manos para que pueda sacar un
pañuelo de mi bolsillo y enjugarme la sangre de los ojos, porque no veo
el camino”. Poco después uno de ellos se acerca y Jacques Berthieu le
pregunta: “Hijo, ¿has recibido el bautismo?”. Al recibir un “no” como
respuesta, y tras revolver en su bolsillo, Jacques Berthieu saca una
cruz y dos medallas, se las da y le dice: “Reza a Jesucristo todos los
días de tu vida. No volveremos a vernos, pero no olvides este día,
instrúyete en le religión cristiana y, cuando veas un sacerdote, pídele
el bautismo”.
Cuando,
tras una marcha de diez kilómetros llegan al poblado de Ambohitra,
donde había una Iglesia fundada por él mismo, alguno le prohíbe que pise
ese terreno, porque profanaría objetos sagrados, designando así a los
fetiches. Por tres veces le apedrean. A la tercera vez cae postrado. No
lejos del poblado, viéndolo empapado en sudor, un Menalamba toma su
pañuelo, lo humedece en lodo y agua sucia, y con él le ciñe la frente.
Se levanta un griterío: “Mirad al rey de los Vazaha (los europeos)”. Algunos llegan incluso a castrarlo, provocando con ello una nueva pérdida de sangre que lo agota.
Se
acerca la noche. En Ambiatibe, poblado situado al norte de
Antananarivo, tras cierta discusión, toman la decisión de matarlo. El
jefe reúne un pelotón de seis hombres armados con fusiles. Al verlo
Jacques Berthieu se arrodilla. Dos hombres disparan a la vez y fallan el
tiro. Él se santigua e inclina la cabeza. Uno de los jefes se acerca a
él y le dice: “Si renuncias a tu odiosa religión y dejas de embaucar al
pueblo, te convertimos en consejero y jefe nuestro y te perdonamos la
vida”. Él replica: “Aceptar lo que decís significa la muerte; rechazarlo
significa la vida”. Dos hombres vuelven a disparar, pero habiéndose él
inclinado de nuevo para rezar, fallan el tiro. Dispara otro por quinta
vez y le acierta, pero sin matarlo. Un último disparo a quemarropa acaba
con Jacques Berthieu.
Como misionero,
Jacques Berthieu describía así su tarea: “Esto es ser misionero,
hacerse todo a todos, en lo interior y en lo exterior. Ocuparse de todo
con corazón ancho y generoso: de las personas, los animales y las cosas,
siempre con la mira final puesta en ganar almas”. Dan testimonio de
esto sus múltiples esfuerzos por fomentar la escolarización, la
actividad en el campo de la construcción, los trabajos de irrigación y
creación de huertas, la formación agrícola. Fue catequista infatigable.
Un maestro de escuela muy joven, que le acompañaba en una de sus
campañas, viendo que aun yendo a caballo leía el catecismo, le preguntó:
“Padre, ¿cómo es que estudia usted todavía el catecismo?” Esta fue su
respuesta: “El catecismo, hijo mío, es un libro en el que siempre hay
que seguir profundizando, porque contiene toda la doctrina católica”.
En
esta época, una vez en las misiones, no se planteaba la vuelta al país
de origen. “Dios sabe bien, decía, lo que amo mi patria y mi querida
tierra de Auvernia. Y sin embargo Dios me ha dado la gracia de que ame
más aún estos campos sin cultivar de Madagascar, donde lo único que
puedo hacer es pescar con caña algunas almas para Nuestro Señor. La
misión progresa, aunque en algunos lugares no tengamos sino la esperanza
de frutos futuros, y en otros los frutos sean aún apenas visibles.
Pero, ¿qué importa esto, si nosotros somos buenos sembradores? Dios dará
el crecimiento a su tiempo”.
Hombre de oración, de ella extraía su fuerza. “Cuando iba a verlo, declaraba uno
de sus catequistas, lo encontraba casi siempre de rodillas en su
habitación”. Y otro: “No he visto ningún otro padre que permaneciese
tanto tiempo delante del Santísimo. Si le buscabas podías estar seguro
de encontrarle allí”. Un hermano de su comunidad daba este testimonio:
“Durante su convalecencia, cada vez que yo entraba en su habitación, lo
encontraba de rodillas orando”. Su amor a Dios era tan grande que le
llamaban “tia vavaka” (el piadoso). Se le veía siempre con el
breviario o el rosario en las manos.
Expresaba su fe por medio de su
devoción al Santísimo Sacramento y la Misa era el foco de su vida
espiritual. Tenía una devoción especial al Sagrado Corazón, al que se
había consagrado en Paray-le-Monial antes de salir para las misiones. Él
mismo se convirtió en apóstol de esta devoción entre los cristianos
malgaches. Devoto ferviente de la Virgen María, había acudido como
peregrino a Lourdes. Su plegaria favorita era el rosario, y lo recitaba
mientras era llevado a la muerte. Veneraba también a San José.
Pastor,
solía dirigirse a los cristianos usando las mismas palabras de Cristo:
“hijitos míos” (Jn 13, 33). Cuando se dirige a sus verdugos les habla
con dulzura: “ry zanako, hijos míos”. La suya era una caridad
plena de respeto al otro, incluso cuando tenía que reprender a algún
fiel que se desviaba. Y sin embargo sabía hablar fuerte y con firmeza
cuando pensaba que los intereses de Dios y de la Iglesia sufrían
menoscabo. No ocultaba las exigencias que lleva consigo la vida
cristiana, comenzando por la unidad y la indisolubilidad del matrimonio
monógamo. En aquella época la poligamia era moneda corriente, y al
denunciar la injusticia y los abusos que de ella se derivan, se atraía
numerosos enemigos, sobre todo de parte de los más poderosos.
La víspera de su muerte, cuando se dirigía hacia la capital junto con los fieles hostigados por los Menalamba,
movido a compasión por un joven herido en un pie, se pone a buscar
algunos que puedan llevarlo como porteadores, y les ofrece una fuerte
suma por este servicio. Todos se resisten. Bajándose entonces del
caballo sube al enfermo a la montura y, superando la propia debilidad,
continúa a pie, llevando al animal de las riendas. “Era un hombre de
gran dulzura, declara un testigo, paciente, entregado con celo a su
ministerio, incluso si le llamaban en plena noche o parecía diluviar”.
Al sur de Anjozorofady vivían dos mujeres leprosas. Al volver de sus
correrías apostólicas siempre se acercaba a visitarlas, llevándoles
comida y ropa, y les enseñaba el catecismo, hasta que pudo bautizarlas.
Para él era vital acompañar a los moribundos durante la agonía: “No
temáis llamarme aunque esté comiendo o durmiendo, repetía, no creo tener
una obligación mayor que la de visitar a los moribundos”.
La donación total y deliberada de su vida
al seguimiento de Cristo es la clave de su compromiso. En medio de las
pruebas conservaba su buen humor, afable, humilde y servicial. Citaba a
menudo el Evangelio: “No temáis a los que pueden matar el cuerpo, sino a
los que pueden matar el alma” (cfr. Mt. 10, 28). En sus instrucciones
trataba a menudo de la resurrección de los muertos. Sus oyentes han
conservado en la memoria esta frase: “Aunque os devorara un caimán,
resucitaríais”. ¿Era quizá un presentimiento de su final? De hecho, tras
su muerte, dos habitantes de Ambiatibe arrastraron su cuerpo hasta la
orilla de Manarara, a dos pasos del lugar del martirio, y sus restos
desaparecieron.
La Compañía se alegra
que la Iglesia canonice de entre los suyos a un nuevo santo, que le
proponga como modelo a todos los fieles y nos invite a procurar su
intercesión. Sin duda, el contexto histórico y el modo de llevar
adelante la misión han evolucionado desde fines del siglo 19 hasta
nuestros días; toca a los historiadores y hagiógrafos estudiar la
realidad más de cerca e identificar los aspectos más significativos de
la santidad.
El Espíritu Santo nos conceda la
gracia de poner por obra las grandes opciones de Jacques Berthieu: la
interpelación de una misión que le empuja hacia otro país, otra lengua y
otra cultura; su unión personal con el Señor, expresada en la oración;
su celo pastoral, que era simultáneamente amor fraterno hacia los fieles
que le habían sido confiados y exigencia de llevarlos hacia una mayor
profundidad de vida cristiana; y finalmente la donación de su vida,
gastada en el día a día, hasta llegar a una muerte que le configura
definitivamente con Cristo.
Que
la intercesión de Jacques Berthieu nos ayude a reconocer la fuerza de
nuestra fragilidad, a ser alegremente fieles a nuestra vocación y a
entregarnos totalmente a la misión que hemos recibido del Señor.
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