Religioso, predicador
Año 1456
Gran apóstol:
alcánzanos de Dios entusiasmo y valor para
defender siempre nuestra amada religión católica.
defender siempre nuestra amada religión católica.
Orad y trabajad
por la nación donde estáis viviendo,
porque su bien será vuestro bien (S. Biblia. Jeremías 29).
porque su bien será vuestro bien (S. Biblia. Jeremías 29).
Es
este uno de los predicadores más famosos que ha tenido la Iglesia
Católica.
Nació en un pueblecito llamado Capistrano, en la
región montañosa de Italia, en 1386. Fue un estudiante sumamente
consagrado a sus deberes y llegó a ser abogado y juez, y gobernador de
Perugia. Pero en una guerra contra otra ciudad cayó prisionero, y en la
cárcel se puso a meditar y se dio cuenta de que en vez de dedicarse a
conseguir dinero, honores y dignidades en el mundo, era mejor dedicarse
a conseguir la santidad y la salvación en una comunidad de religiosos,
y entró de franciscano.
Como era muy vanidoso y le gustaba mucho aparecer,
dispuso vencer su orgullo recorriendo la ciudad cabalgando en un pobre
burro, pero montado al revés, mirando hacia atrás, y con un sombrero
de papel en el cual había escrito en grandes letras: "Soy un
miserable pecador". La gente le silbó y le lanzaron piedras y
basura. Así llegó hasta el convento de los franciscanos a pedir que lo
recibieran de religioso.
El Padre maestro de novicios dispuso ponerle
pruebas muy duras para ver si en verdad este hombre de 30 años era
capaz de ser religioso humilde y sacrificado. Lo humillaba sin
compasión y lo dedicaba a los oficios más cansones y humildes, pero
Juan en vez de disgustarse le conservó una profunda gratitud por toda
su vida, pues le supo formar un verdadero carácter, y lo preparó para
enfrentarse valientemente a las dificultades de la vida. Él recordaba
muy bien aquellas palabras de Jesús: "Si el grano de trigo no
cae en tierra y no muere, se queda sin producir fruto, pero si muere
producirá mucho fruto"(Jn. 12,24).
A los 33 años fue ordenado de sacerdote y luego,
durante 40 años recorrió toda Europa predicando con enormes éxitos
espirituales. Tuvo por maestro de predicación y por guía espiritual al
gran San Bernardino de Siena, y formando grupos de seis y ocho
religiosos se distribuyeron primero por toda Italia, y después por los
demás países de Europa predicando la conversión y la penitencia.
Juan tenía que predicar en los campos y en las
plazas porque el gentío tan enorme no cabía en las iglesias.
Su presencia de predicador era impresionante.
Flaco, pálido, penitente, con voz sonora y penetrante; un semblante
luminoso, y unos ojos brillantes que parecían traspasar el alma,
conmovía hasta a los más indiferentes. La gente lo llamaba "El
padre piadoso", "el santo predicador". Vibraba en la
predicación de las verdades eternas. La gente al verlo y oírlo
recordaba la figura austera de San Juan Bautista predicando conversión
en las orillas del río Jordán. Y les repetía las palabras del
Bautista: "Raza de víboras: tienen que producir frutos de
conversión. Porque ya está el hacha de la justicia divina junto a la
vida de cada uno, y árbol que no produce frutos de obras buenas será
cortado y echado al fuego" (Lc. 3,7).
Muchos pedían a gritos la confesión, prometiendo
cambiar de vida y estallaban en llanto de arrepentimiento. Las gentes
traían sus objetos e superstición y los libros de brujería y otros
juegos y los quemaban en públicas hogueras en la mitad de las plazas.
Muchos jóvenes al oírlo predicar se proponían
irse de religiosos. En Alemania consiguió 120 jóvenes para las
comunidades religiosas y en Polonia 130.
Sus sermones eran de dos y tres horas, pero a los
oyentes se les pasaba el tiempo sin darse cuenta. Atacaba sin miedo a
los vicios y malas costumbres, y muchísimos, después de escucharle,
dejaban sus malas amistades y las borracheras.
Después de predicar se iba a visitar enfermos, y
con sus oraciones y su bendición sacerdotal obtenía innumerables
curaciones.
Juan convertía pecadores no sólo por su
predicación tan elocuente y fuerte, sino por su gran espíritu de
penitencia. Dormía pocas horas cada noche. Vestía siempre trajes
sumamente pobres. Comía muy poco, y siempre alimentos burdos y nunca
comidas finas ni especiales. Una artritis muy dolorosa lo hacía cojear
y dolores muy fuertes de estómago lo hacían retorcerse, pero su rostro
era siempre alegre y jovial. En su cuerpo era débil pero en su
espíritu era un gigante.
Después de muerto reunieron los apuntes de los
estudios que hizo para preparar sus sermones y suman 17 gruesos
volúmenes.
La Comunidad Franciscana lo eligió por dos veces
como Vicario Genera, y aprovechó este altísimo cargo para tratar de
reformar la vida religiosa de los franciscanos, llegando a conseguir que
en toda Europa esta Orden religiosa llegara a un gran fervor.
Muchos se le oponían a sus ideas de reformar y de
volver más fervorosos a los religiosos. Y lo que más lo hacía sufrir
era que la oposición venía de sus mismos colegas en el apostolado. Se
cumplía en él lo que dice el Salmo: "Aquél que comía conmigo el
pan en la misma mesa, se ha declarado en contra de mí". Pero esas
incomprensiones le sirvieron para no dedicarse a buscar las alabanzas de
las gentes, sino las felicitaciones de Dios. Él repetía la frase de
San Pablo: "Si lo que busco es agradar a la gente, ya no seré
siervo de Cristo".
Juan tenía unas dotes nada comunes para la
diplomacia. Era sabio, era prudente, y medía muy bien sus juicios y sus
palabras. Había sido juez y gobernador y sabía tratar muy bien a las
personas. Por eso cuatro Pontífices (Martín V, Eugenio IV, Nicolás V
y Calixto III) lo emplearon como embajador en muchas y muy delicadas
misiones diplomáticas y con muy buenos resultados. Tres veces le
ofrecieron los Sumos Pontífices nombrarlo obispo de importantes
ciudades, pero prefirió seguir siendo humilde predicador, pobre y sin
títulos honoríficos.
40 años llevaba Juan predicando de ciudad en
ciudad y de nación en nación, con enormes frutos espirituales, cuando
a la edad de 70 años lo llamó Dios a que le colaborara en la
liberación de sus católicos en Hungría. Y fue de la siguiente manera.
En 1453 los turcos musulmanes se habían apoderado
de Constantinopla, y se propusieron invadir a Europa para acabar con el
cristianismo. Y se dirigieron a Hungría.
Las noticias que llegaban de Serbia, nación
invadida por los turcos, eran impresionantes. Crueldades salvajes contra
los que no quisieran renegar de la fe en Cristo, y destrucción de todo
lo que fuera cristiano católico.
Entonces Juan se fue a Hungría y recorrió toda
la nación predicando al pueblo, incitándolo a salir entusiasta en
defensa de su santa religión. Las multitudes respondieron a su llamado,
y pronto se formó un buen ejército de creyentes.
Los musulmanes llegaron cerca de Belgrado con 200
cañones, una gran flota de barcos de guerra por el río Danubio, y
50,000 terribles jenízaros de a caballo, armados hasta los dientes. Los
jefes católicos pensaron en retirarse porque eran muy inferiores en
número. Pero fue aquí cuando intervino Juan de Capistrano.
El gran misionero salvó a la ciudad de Bucarest
de tres modos. El primero, convenciendo al jefe católico Hunyades a que
atacara la flota turca que era mucho más numerosa. Atacaron y salieron
vencedores los católicos. El segundo, fue cuando ya los católicos
estaban dispuestos a abandonar la fortaleza de la ciudad y salir
huyendo. Entonces Juan se dedicó a animarlos, llevando en sus manos una
bandera con una cruz y gritando sin cesar: Jesús, Jesús, Jesús. Los
combatientes cristianos se llenaron de valor y resistieron heroicamente.
Y el tercer modo, fue cuando ya Hunyades y sus generales estaban
dispuestos a abandonar la ciudad, juzgando la situación insostenible,
ante la tremenda desproporción entre las fuerzas católicas y las
enemigas, Juan recorrió todos los batallones gritando entusiasmado: "Creyentes
valientes, todos a defender nuestra santa religión". Entonces
los católicos dieron el asalto final y derrotaron totalmente a los
enemigos que tuvieron que abandonar aquella región.
Jamás empleó armas materiales. Sus armas eran la
oración, la penitencia y la fuerza irresistible de su predicación.
Las gentes decían que aquellos cuarteles de
guerreros más parecían casas de religiosos que campamentos militares,
porque allí se rezaba y se vivía una vida llena de virtudes. Todos los
capellanes celebraban cada día la santa misa y predicaban. Muchísimos
soldados se confesaban y comulgaban. Y los militares repetían en sus
batallones: "Tenemos un capellán santo. Hay que portarse de
manera digna de este gran sacerdote que nos dirige. Si nos portamos mal
no vamos a conseguir victorias sino derrotas". Y los oficiales
afirmaban: "Este padrecito tiene más autoridad sobre nuestros
soldados, que el mismo jefe de la nación".
Mientras los católicos luchaban con las armas en
Hungría, el Sumo Pontífice hacía rezar en todo el mundo el Angelus (o
tres Avemarías diarias) por los guerreros católicos y la Sma. Virgen
consiguió de su Hijo una gran victoria. Con razón en Budapest le
levantaron una gran estatua a San Juan de Capistrano, porque salvó la
ciudad de caer en manos de los más crueles enemigos de nuestra santa
religión.
Y sucedió que la cantidad de muertos en aquella
descomunal batalla fue tan grande, que los cadáveres dispersados por
los campos llenaron el aire de putrefacción y se desató una furiosa
epidemia de tifo. San Juan de Capistrano había ofrecido a Dios su vida
con tal de conseguir la victoria contra los enemigos del catolicismo, y
Dios le aceptó su oferta. El santo se contagió de tifo, y como estaba
tan débil a causa de tantos trabajos y de tantas penitencias, murió el
23 de octubre de 1456.
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