Francisco Javier: maravilloso
misionero;
pídele a Dios que conceda un espíritu como el tuyo
a todos los misioneros del mundo.
pídele a Dios que conceda un espíritu como el tuyo
a todos los misioneros del mundo.
Piensa en el final de tu vida y
evitarás
muchos pecados (S. Biblia Ecl. 7, 36).
muchos pecados (S. Biblia Ecl. 7, 36).
Francisco nació
cerca de Pamplona (España) en el castillo de Javier, en el año 1506.
Era de familia que había sido rica, pero que a causa de las guerras
había venido a menos. Desde muy joven tenía grandes deseos de
sobresalir y de triunfar en la vida, y era despierto y de excelentes
cualidades para los estudios. Dios lo hará sobresalir pero en santidad.
Fue enviado a
estudiar a la Universidad de París, y allá se encontró con San
Ignacio de Loyola, el cual se le hizo muy amigo y empezó a repetirle la
famosa frase de Jesucristo: "¿De qué le sirve a un hombre ganar
el mundo entero, si se pierde a sí mismo?" Este pensamiento lo fue
liberando de sus ambiciones mundanas y de sus deseos de orgullo y
vanidad, y lo fue encaminando hacia la vida espiritual. Aquí se
cumplió a la letra la frase del Libro del Eclesiástico:
"Encontrar un buen amigo es como encontrarse un gran tesoro".
La amistad con San Ignacio transformó por completo a Javier.
Francisco
fue uno de los siete primeros religiosos con los cuales San Ignacio
fundó la Compañía de Jesús o Comunidad de Padres Jesuitas. Ordenado
Sacerdote colaboró con San Ignacio y sus compañeros en enseñar
catecismo y predicar en Roma y otras ciudades.
El Sumo Pontífice
pidió a San Ignacio que enviara algunos jesuitas a misionar en la
India. Fueron destinados otros dos, pero la enfermedad les impidió
marchar, y entonces el santo le pidió a Javier que se quisiera embarcar
para tan remotas tierras. Él obedeció inmediatamente y emprendió el
larguísimo viaje por el mar. En el barco aprovechó esas interminables
semanas, para catequizar lo más posible a los marineros y viajeros. Con
San Javier empezaron las misiones de los jesuitas.
Son impresionantes
las distancias que Francisco Javier recorrió en la India, Indostán,
Japón y otras naciones. A pie, solamente con el libro de oraciones,
como único equipaje, enseñando, atendiendo enfermos, obrando
curaciones admirables, bautizando gentes por centenares y millares,
aprendiendo idiomas extraños, parecía no sentir cansancio. Por las
noches, después de pasar todo el día evangelizando y atendiendo a
cuanta persona le pedía su ayuda, llegaba junto al altar y de rodillas
encomendaba a Dios la salvación de esas almas que le había
encomendado. Si el sueño lo rendía, se acostaba un rato en el suelo
junto al sagrario, y después de dormir unas horas, seguía su oración.
De vez en cuando exclamaba: "Basta Señor: si me mandas tantos
consuelos me vas a hacer morir de amor". Con razón su palabra
tenía efectos fulminantes para convertir. Era que llegaba precedida de
muchas oraciones y acompañada de costosos sacrificios. Algunas noches
no era capaz de levantar su mano derecha. Tan cansada estaba de tanto
bautizar a los que se habían convertido con sus predicaciones.
La gente lo
consideraba un verdadero santo y le llevaban sus enfermos para que los
bendijera. Cuando se conseguían curaciones milagrosas, él consideraba
que esto se debía a otras causas y no a su santidad, o a su poder de
intercesión,
Desde 1510 Goa era
una ciudad portuguesa en la India. Y allá puso su centro de
evangelización nuestro santo (en esa ciudad se conservan ahora sus
restos). A los portugueses se les había olvidado que eran cristianos y
lo único que les interesaba era enriquecerse y divertirse. Así que
tuvo el misionero que dedicarse con todas sus fuerzas y su gran
ascendiente a volver fervorosos otra vez a aquellos comerciantes sin
conciencia y sin escrúpulos (él decía en una de sus cartas:
"estoy aterrado de la variedad tan monstruosa de acciones que
tienen estos hombres para poder robar").
Empezó a ganarse la
buena voluntad de las gentes con su gran amabilidad (a uno de sus
compañeros le escribía: "hágase amar y así logrará influir en
ellos. Si emplea la amabilidad y el buen trato verá que consigue
efectos admirables"). Estableció clases de catecismo para niños y
adultos. Popularizó la costumbre de confesarse y comulgar. Enseñaba la
religión por medio de hermosos cantos que los fieles repetían con
verdadero gusto.
Por 13 veces
consecutivas hizo larguísimos viajes por la nación enseñando la
religión cristiana a esos paganos que nunca habían oído hablar de
ella. Los de las clases altas (los brahamanes) no le hicieron caso, pero
los de las clases populares se convertían por montones. En cada región
dejaba catequistas para que siguieran instruyendo a la gente, y de vez
en cuando les enviaba a algún jesuita para enfervorizarlos. Esas gentes
nunca habían oído hablar de Jesucristo ni de sus maravillosas
enseñanzas.
Francisco
se esmeraba por asemejarse lo más posible a la vida pobre de las gentes
que le escuchaban. Comía como ellos, simplemente arroz. En vez de
bebidas finas sólo tomaba agua. Dormía en una pobre choza, en el
suelo. Se ganaba la simpatía de los niños y a ellos les enseñaba las
bellas historias de la S. Biblia, recomendándoles que cada uno las
contara en su propia casa, y así el mensaje de nuestra religión
llegaba a muchos sitios.
Visitó muchas islas
y en cada una de ellas enseñó la religión cristiana. Sus viajes eran
penosos y sumamente duros, pero escribía: "En medio de todas estas
penalidades e incomodidades, siento una alegría tan grande y un gozo
tan intenso que los consuelos recibidos no me dejan sentir el efecto de
las duras condiciones materiales y de la guerra que me hacen los
enemigos de la religión". Podría repetir la frase de San Pablo:
"Sobreabundo en gozo en medio de mis tribulaciones".
Dispuso irse a
misionar al Japón pero resultó que allá lo despreciaban porque
vestía muy pobremente (y en cambio en la India lo veneraban por vestir
como los pobres del pueblo). Entonces se dio cuenta de que en Japón era
necesario vestir con cierta elegancia. Se vistió de embajador (y en
realidad el rey de Portugal le había conferido el título de embajador)
y así con toda la pompa y elegancia, acompañado de un buen grupo de
servidores muy elegantes y con hermosos regalos se presentó ante el
primer mandatario. Al verlo así, lo recibieron muy bien y le dieron
permiso para evangelizar. Logró convertir bastantes japoneses, y se
quedó maravillado de la buena voluntad de esas gentes.
Su gran anhelo era
poder misionar y convertir a la gran nación china. Pero allá estaba
prohibida la entrada a los blancos de Europa. Al fin consiguió que el
capitán de un barco lo llevara a la isla desierta de San Cian, a 100
kilómetros de Hong – Kong, pero allí lo dejaron abandonado, y se
enfermó y consumido por la fiebre, en un rancho tan maltrecho, que el
viento entraba por todas partes, murió el tres de diciembre de 1552,
pronunciando el nombre de Jesús. Tenía sólo 46 años. A su entierro
no asistieron sino un catequista que lo asistía, un portugués y dos
negros.
Cuando más tarde
quisieron llevar sus restos a Goa, encontraron su cuerpo incorrupto (y
así se conserva). Francisco Javier fue declarado santo por el Sumo
Pontífice en 1622 (junto con Santa Teresa, San Ignacio, San Felipe y
San Isidro).
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