LOS CUARENTA MARTIRES DE SEBASTE
(† 320)
La época de las sangrientas
persecuciones tocaba a su fin y alboreaba para el cristianismo un período de relativa paz
dentro del vasto Imperio romano. En efecto, a principios del año 312 los emperadores
Constantino y Licinio publicaron conjuntamente un edicto favorable a los cristianos. Su
enemigo Majencio fue derrotado por Constantino, el 28 de octubre del mismo año, cerca del
puente Milvio. Con ello quedó Constantino único emperador de Occidente, pactando con
Licinio, su asociado en el Imperio y soberano de Oriente, al cual dio a su hermana
Constancia en matrimonio. Todo inducía a creer que las persecuciones contra la Iglesia se
habían conjurado definitivamente. Constantino mostrábase cada día más propicio a los
cristianos, a medida que se familiarizaba con ellos e intimaba con los obispos. Licinio,
aunque pagano, quiso que la lucha que sostuvo en Oriente contra Maximino Daia tuviera el
carácter de conflicto armado entre el cristianismo y el paganismo. Pero al ser vencido
Daia y quedar Licinio dueño del campo, el ambicioso emperador se quitó la máscara,
según frase de Eusebio (Vita Constantini 1.4 c.22), e inició una satánica
persecución contra los cristianos sujetos a su mandato.
Un edicto imperial mandaba que los
oficiales del ejercito que rehusaran sacrificar a los dioses fueran degradados y juzgados
como traidores al Imperio. A los soldados se les amenazó con un lento martirio en caso de
mostrarse contumaces. Debían ser muchos los cristianos enrolados en el ejército de
Licinio, ya que la Iglesia tenía mucho interés en que hubiera gran número de ellos
ejerciendo esta profesión, como lo prueba el canon tercero del concilio de Arles (314),
al dictar sentencia de excomunión contra los que abandonaran la carrera militar en
tiempos de paz. Pero mientras Constantino se apoyaba preferentemente sobre tropas
cristianas, Licinio quiso eliminarlas de su ejército.
La defensa del Asia Menor estaba
encomendada principalmente a las legiones romanas XII Fulminata y a la XV Apollinaris.
La historia ha conservado la memoria de cuarenta soldados pertenecientes a la legión que
tan famosa se hizo en tiempos de Marco Aurelio por la lluvia milagrosa y la victoria
conseguida por sus oraciones a causa de haberse opuesto a las órdenes de Licinio,
escogiendo el martirio antes de renegar de su fe cristiana. En una traducción latina
antigua de las Actas de los mártires se ha conservado el nombre de los cuarenta atletas
de Cristo. Según este testimonio, que posee bastantes indicios de ser verídico, los
mártires se llamaban: Domiciano, Enoico, Sisinio, Heraclio, Alejandro, Juan, Claudio,
Atanasio, Valente, Eliano, Melitón, Endicio, Acacio, Viviano, Helvio, Teódulo, Cirio,
Flavio, Severiano, Cirión, Valerio, Clidión, Sacerdón, Prisco, Eutico, Esmaragdo,
Filotimón, Aerio, Micalio, Lisímaco, Domno, Teófilo, Euticio, Hancio, Angio, Leoncio,
Isiquio, Calo, Gorgonio y Cándido. Se admite que la tradición popular pudo desfigurar
algunos de estos nombres, pero no por ello es lícito concluir que deba dudarse de la
autenticidad de todos ellos. En contra de la misma se esgrime el argumento de las
diferencias que se notan en los distintos documentos escritos y el silencio que sobre este
particular han guardado San Basilio y otros Santos Padres.
Enterado el prefecto de que los soldados
persistían en su actitud, intentó convencerles de la necesidad de acatar las órdenes
del emperador como único medio de evitar un cruel martirio, precursor de una muerte
lenta. Pero aquellos soldados, acostumbrados a la vida dura de la milicia, rechazaron
decididamente aquella diabólica invitación, diciendo que si hasta entonces habían
permanecido fieles al emperador romano y por él habían puesto en peligro sus vidas,
ahora, en el trance de decidir entre servir a Cristo o al emperador, preferían oponerse a
un soberano temporal antes de renegar de su Rey celestial. Esta postura varonil
impresionó hondamente al prefecto, mayormente después de haber comprobado él cómo
algunos otros cristianos habían apostatado cobardemente. Entonces, nos dice San Gregorio
de Nisa, el prefecto trató de intimidarles, pero no sabía qué clase de martirio pudiera
impresionar a aquellos atletas. "Si les amenazo con la espada —se decía—,
no reaccionarán, por estar familiarizados con ella desde su infancia. Si los someto a
otros suplicios, los sufrirán generosamente. Tampoco sus cuerpos curtidos por el sol y el
aire temerán el martirio del fuego." Pensó entonces en otro suplicio más molesto y
largo.
Era invierno, en cuya estación se deja
sentir intensamente el frío en Armenia, mayormente cuando sopla el helado cierzo del
norte. Aquel día en la ciudad de Sebaste reinaba un frío tan intenso que, según
expresión de San Gregorio, se helaban aun los cabellos. Un riachuelo que desciende de las
montañas del norte, el actual Murdan-su o Tavra-su, se había helado. El lago (San
Efrén) o estanque (San Basilio), alrededor del cual se había construido la ciudad, era
duro como una piedra, tanto que los animales y personas transitaban por él sin peligro
alguno (San Gregorio). Aprovechando esta coyuntura mandó el prefecto que se despojara a
los mártires de sus vestidos y fueran arrojados sobre el hielo del estanque. Lejos de
intimidarse ante aquella cruel orden, "la alegre juventud", en medio de juegos y
risas, corrió hacia el lugar del martirio. Los circunstantes que presenciaban aquel
insólito hecho quedaron pasmados de ver cómo aquellos jóvenes atletas emprendían una
veloz carrera para conseguir cuanto antes la palma del martirio.
La permanencia en aquel lugar de torturas
se alargaba, pero mientras el hielo entumecía sus miembros y daba un color lívido a sus
carnes, crecía el valor de su ánimo. Tiritaban sus cuerpos, sus miembros iban
congelándose uno tras otro, la gangrena hacía su aparición. El prefecto atendía que el
tormento doblegara la voluntad de los mártires, invitándoles a abandonar aquel lugar de
torturas y entrar en un estanque próximo de aguas termales. Pero ellos se animaban
mutuamente a permanecer fieles hasta la muerte con estas palabras que, en cuanto al
sentido, nos ha conservado San Basilio: "Amargo es el invierno, dulce el paraíso;
desagradable es la congelación del cuerpo, pero dichoso el descanso que nos espera.
Suframos un poco y después seremos confortados en el seno de los patriarcas. A una noche
de torturas seguirá toda una eternidad feliz. Por lo mismo, que todos sean valientes; que
nadie dé oídos a las voces del demonio. Somos mortales y, por lo mismo, algún día
tendremos que morir; aprovechemos ahora la ocasión cuando se nos presenta en perspectiva
inmediata la gloria eterna." Unánime era la siguiente oración: "¡Señor!,
cuarenta hemos bajado al estadio, haz que los cuarenta seamos coronados. Que no disminuya
este número sagrado que Tú y tu profeta Elías santificasteis con el santo ayuno."
El desaliento se apoderó de uno de
ellos, el cual, secundando los deseos del prefecto, salió del estanque helado y buscó
refrigerio en el baño caliente, en donde murió al poco de entrar. No quiso Dios que se
defraudara la oración de los mártires. El encargado de custodiarlos, favorecido por una
visión y movido por la entereza de los mártires, se declaró públicamente cristiano y
manifestó su deseo de compartir los tormentos con aquellos mártires, ocupando el lugar
que había dejado el apóstata. Despojóse de sus vestiduras y se arrojó al estanque de
hielo, muriendo poco después, juntamente con sus compañeros de suplicio. Era el 9 de
marzo del año 320.
No es posible aunar y dar crédito al
testimonio de los historiadores en cuanto a las particularidades del martirio. Todos
convienen en señalar la naturaleza del mismo, pero difieren en algunos pormenores. Por
ejemplo, no puede darse crédito a la noticia conservada por Nicéforo Calixto de que,
juntamente con los cuarenta soldados, fueron martirizadas sus mujeres, también en número
de cuarenta. La Iglesia griega celebra su fiesta el día primero de septiembre. Tampoco
convienen los historiadores en la localización del estanque helado, ni todos mencionan la
existencia de unos baños termales en las cercanías. Parece incontrovertible que el
martirio tuvo lugar en Sebaste, no lejos de la actual villa de Sivas.
Antes de morir, uno de los mártires, en
nombre de todos, redactó un testamento, calificado por los historiadores como "pieza
hagiográfica única en su género". Durante algunos años se dudó de su
autenticidad, pero a últimos del siglo pasado adujo Bonwetsch buenas razones en pro de la
misma. Según Leclercq: "El conjunto del testamento ofrece tales caracteres de
sinceridad y supone situaciones tan concretas, que no permite suponer que sea una pieza
hagiográfica fabricada como tantas otras." La finalidad del testamento era impedir
que, después del martirio, los cuerpos de los mártires, que habían muerto juntos por
defender las mismas santas creencias, fueran dispersados. En su escrito manifestaban su
voluntad de ser enterrados en una sepultura común, en un lugar llamado Sarcim, no lejos
de la villa de Zela, en el Ponto. San Gregorio dice que el lugar donde reposaron sus
cuerpos no estaba lejos de Ibora, a unas cinco horas de camino de Zileh. Las Actas afirman
que todos los mártires eran capadocios; pero no es fácil explicar por qué unos
mártires muertos en Sebaste escogieron a Zela, en el Ponto, como lugar de su sepultura.
Según San Basilio, los cuerpos de los
mártires fueron quemados y el que escapó del fuego fue precipitado en el río. Cuenta el
mismo Santo Doctor que, al ir a recoger los emisarios del prefecto los cuerpos de los
mártires para quemarlos, vieron que vivía todavía el más joven de ellos, de nombre
Melitón. Creyendo que cambiaría de parecer, le dejaron en las riberas del estanque,
mientras cargaban con los cadáveres de los otros. Al ver la madre del joven la conducta
de aquéllos, se acercó a su hijo y le exhortó a perseverar fiel a su fe hasta morir. El
joven así se lo prometió con una ligera señal de su mano moribunda. Entonces aquella
valerosa mujer cargó con sus propias manos el cuerpo de su hijo en el carro en que iban
amontonados los cadáveres de los otros, temiendo que su hijo no fuera partícipe de la
corona que se reservaba a aquellos mártires en el cielo.
El martirio de los cuarenta soldados de
la legión XII Fulminata fue muy celebrado en la antigüedad cristiana por la
valentía de los mismos y su constancia en medio de los tormentos. Con su ejemplo
demostraban a los jóvenes su desprendimiento al renunciar a una vida larga y a una
situación de privilegio por mantener inhiesta la bandera de Cristo. En su vida supieron
hermanar sus deberes religiosos con su condición de soldados, pero cuando el poder humano
les exigió que renunciaran a sus creencias cristianas no vacilaron un momento en
renunciar a todo lo humano con tal de permanecer fieles a Cristo, derramando su sangre por
confesarle. Sus reliquias, según San Gaudencio, eran adquiridas a peso de oro. Su gran
panegirista, San Gregorio de Nisa, proclamaba desde el púlpito el gran poder de
intercesión de los santos soldados mártires, diciendo que tenía él tanta confianza en
ellos que colocaba sus reliquias junto a los cuerpos de sus padres, para que éstos, al
resucitar en el último día, lo hicieran conjuntamente con sus valientes protectores. Su
culto se propagó en Constantinopla. Hacia la mitad del siglo V Santa Melania la Joven
hizo depositar sus reliquias en la iglesia del monasterio que ella había edificado en
Palestina. En Roma, en el Transtevere, existe una iglesia dedicada a los santos mártires
de Sebaste, que sirven los Padres Franciscanos de la provincia de San Gregorio, de
Filipinas.
L. ARNALDICH, O. F. M.
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