María de la Encarnación |
He
aquí una madre de seis hijos, que se dio el gusto de poder llevar a su
país tres nuevas comunidades religiosas, y de llegar a tener tres hijas
religiosas y un hijo sacerdote, además de dos hijos muy buenos
católicos y padres de familia.
Nació en París en 1565 de noble familia. Sus
padres deseaban mucho tener una hija y después de bastantes años de
casados no la habían tenido. Prometieron consagrarla a la Sma. Virgen y
Dios se la concedió. Tan pronto nació la consagraron a Nuestra Señora
y poco después fueron al templo a dar gracias públicamente a Dios por
tan gran regalo.
De jovencita deseaba mucho ser religiosa, pero sus
padres, por ser la única hija, dispusieron que debería contraer
matrimonio. Ella obedeció diciendo: "Si no me permiten ser esposa
de Cristo, al menos trataré de ser una buena esposa de un buen
cristiano". Y en verdad que lo fue.
A sus seis hijos los educaba con tanto esmero
especialmente en lo espiritual que la gente decía: "Parece que los
estuviera preparando para ser religiosos".
Su esposo Pedro Acarí, un joven abogado, que
ocupaba un alto puesto en el Ministerio de Hacienda del gobierno, era
muy piadoso y caritativo y ayudaba con gran generosidad especialmente a
los católicos que tenían que huir de Inglaterra por la persecución de
la Reina Isabel. Pero como todo ser humano, Don Pedro tenía también
fuertes defectos que hicieron sufrir bastante a nuestra santa. Pero ella
los soportaba con singular paciencia.
A quienes le preguntaban si a sus hijos los estaba
preparando para que fueran religiosos, ella les respondía: "Los
estoy preparando para que cumplan siempre y en todo de la mejor manera
la voluntad de Dios".
El Sr. Acarí pertenecía a la Liga Católica y
este partido fue derrotado y quedó de rey Enrique IV, el cual desterró
a los jefes de la Liga y les confiscó todos sus bienes. De un momento a
otro la señora de Acarí quedaba sin esposo y sin bienes y con seis
hijitos para sostener. Pero ella no era mujer débil para dejarse
derrotar por las dificultades. Personalmente asumió ante el gobierno la
defensa de su marido y obtuvo que levantaran el destierro y que le
devolvieran parte de los bienes que le habían quitado. Y llegó a
ganarse la admiración y el aprecio del mismo rey Enrique IV.
Desde los primeros años de su matrimonio dispuso
llevar una vida de mucha piedad en su hogar. Al personal de servicio le
hacía rezar ciertas oraciones por la mañana y por la noche, y a la vez
que les prestaba toda clase de ayudas materiales, se preocupaba mucho
porque cada uno cumpliera muy bien sus deberes para con Dios. Se asoció
con una de sus sirvientas para rezar juntas, corregirse mutuamente en
sus defectos, leer libros piadosos y ayudarse en todo lo espiritual.
La bondad de su corazón alcanzaba a todos:
alimentaba a los hambrientos, visitaba enfermos, ayudaba a los que
pasaban situaciones económicas difíciles, asistía a los agonizantes,
instruía a los que no sabían bien el catecismo, trataba de convertir a
los herejes, a los que habían pasado a otras religiones y favorecía a
todas las comunidades religiosas que le era posible. Su marido a veces
se disgustaba al verla tan dedicada a tantas actividades religiosas y
caritativas, pero después bendecía a Dios por haberle dado una esposa
tan santa.
La señora de Acarí se hizo amiga de una mujer
mundana la cual empezó a tratar en sus charlas de temas profanos, y al
iniciarla en lecturas de novelas y de escritos no piadosos. Esto la
enfrió mucho en su piedad. Afortunadamente su esposo se dio cuenta y la
previno contra el peligro de esa amistad y de esas lecturas y empezó a
llevarle los libros escritos por Santa Teresa, y estos libros la
transformaron completamente. Otra lectura que la conmovió profundamente
fue la de las Confesiones de San Agustín. Una frase de este santo que
la movió a dedicarse totalmente a Dios fue la siguiente: "Muy
pobre y miserable es el corazón que en vez de contentarse con tener a
Dios de amigo, se dedica a buscar amistades que sólo le dejan
desilusión".
Muere
su esposo y ella puede ahora dedicarse con más exclusividad a las
labores espirituales. Arregla todo de la mejor manera para que sus hijos
sigan recibiendo la mejor educación posible y ella dirige todos sus
esfuerzos a una labor que le ha sido confiada en una visión.
Un día mientras está orando, después de haber
leído unas páginas de la autobiografía de Santa Teresa, siente que
ésta santa se le aparece y le dice: "Tú tienes que esforzarte por
que mi comunidad de las carmelitas logre llegar a Francia". Desde
esa fecha la Señora Acarí se dedica a conseguir los permisos para que
las Carmelitas puedan entrar a su país. Pero las dificultades que se le
presentan son muy grandes. Hay leyes que prohiben la llegada de nuevas
comunidades. Habla con el rey y con el arzobispo, pero cuando todo
parece ya estar listo, de nuevo se les prohibe la entrada. Una nueva
aparición de Santa Teresa viene a recomendarle que no se canse de hacer
gestiones para que las religiosas carmelitas puedan entrar a Francia,
porque esta comunidad va a hacer grandes labores espirituales en ese
país. Por sus ruegos el Padre Berule (el futuro Cardenal Berule) se va
a España y obtiene que preparen un grupo de carmelitas para enviar a
París. Y mientras tanto la Sra. Acarí sigue en la capital haciendo
gestiones para conseguirles casa y por obtener todos los permisos del
alto gobierno.
Nuestra santa no es de las que se quedan con los
brazos cruzados. Sabe que a París ha llegado el famoso obispo San
Francisco de Sales a predicar una gran serie de sermones y lo invita a
su casa y este santo apóstol que es admirador incondicional de los
escritos de Santa Teresa se le convierte en su mejor aliado y habla con
las más altas personalidades y le ayuda a conseguir los permisos que
necesitan. Otro que les ayudó mucho fue el abad de los Cartujos, que
era su confesor. Y entre todos logran conseguir del Papa Clemente VIII
un decreto permitiendo la entrada de las hermanas a Francia. Un ideal
conseguido. En 1604 llegaron a París las primeras hermanas Carmelitas.
Iban dirigidas por dos religiosas que después serían beatas: la beata
Ana de Jesús y la Madre Ana de San Bartolomé. La señora de Acarí con
sus tres hijas las estaba esperando en las puertas de la ciudad, y con
ellas lo mejor de la sociedad. Y cantando el salmo 116: "Alabad al
Señor todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos", entraron
al pueblo para dar gracias y luego las acompañaron a la casa que les
tenían preparada. Poco después las tres hijas de la señora Acarí se
hicieron monjas carmelitas y luego lo será ella también.
La comunidad de las carmelitas estaba destinada a
hacer un gran bien en Francia por muchos siglos y a tener santas famosas
como por ejemplo, Santa Teresita del Niño Jesús.
La beata de la cual estamos hablando en esta
biografía tiene la especialidad de haber sido una de las monjas más
especiales que ha tenido la Iglesia Católica. Madre de seis hijos (tres
religiosas carmelitas, un sacerdote y dos casados) viuda, dama de la
alta sociedad y termina siendo humilde monjita en un convento donde su
propia hija es la superiora. No es un caso tan fácil de repetirse.
Después de conseguirles muchas novicias a las
hermanas carmelitas y de ayudarles a fundar tres conventos en Francia y
de haber tenido el gusto de que sus tres hijas se hicieran monjas
carmelitas, pidió ella también ser aceptada como hermanita legal en
uno de los conventos. Y allí se dedicó a los oficios más humildes y a
obedecer en todo como la más sencilla de las novicias. Al ser nombrada
su hija como superiora del convento, la mamá de rodillas le juró
obediencia.
Los últimos años de la hermana María de la
Encarnación (nombre que tomó en la comunidad) fueron de profunda vida
mística y de frecuentes éxtasis. Dios le revelaba importantes
verdades. Estas elevaciones espirituales, ahora en la vida del convento
las podía gozar mucho más tranquilamente. Santa Teresa en una tercera
aparición le anunció que ella también llegaría a pertenecer a su
comunidad de hermanas carmelitas y esto la animó a hacer la petición
para entrar a la santa comunidad. Desde que se hizo religiosa su
ilusión era pasar escondida y en silencio, cumpliendo con la mayor
exactitud los reglamentos de la congregación. Las monjitas empezaron
pronto a presenciar sus éxtasis y les parecía que esta venerable
señora era ante Dios como una niñita sencilla, pura y obediente que
tenía su cuerpo acá en la tierra pero que ya su espíritu vivía más
en el cielo que en este mundo.
En abril de 1618 enfermó gravemente y quedó
medio paralizada. No se cansaba de bendecir a Dios por todas las
misericordias que le había regalado en su vida. A una hija que lloraba
al sentir que se iba a morir le decía: "Pero hija, ¿te
entristeces porque me marcho a una patria mucho mejor que esta?". Y
su lecho de muerte se convierte en cátedra desde donde enseña a todas
la santidad. Sin cesar recomienda a quienes la visitan que no se apeguen
a los goces de la tierra que son tan pasajeros y que se esfuercen por
conseguir los goces del cielo que son eternos.
Las hermanas le preguntan: "¿Le va pedir a
Dios que le revele la fecha de su muerte?", y responde: -"No,
yo lo que le pido a Nuestro Señor es que tenga misericordia de mí en
esta hora final". Otra le pregunta: "¿Qué le pedirá a Dios
al llegar al cielo? - Le pediré que en todo y en todas partes se haga
siempre la voluntad de su querido Hijo Jesucristo". El 16 de abril
de 1618 tiene un éxtasis y al final de él una monjita le pregunta:
"¿Qué hacía hermana durante este rato?" Y le responde:
"Estaba hablando con mi buen Padre, Dios". Luego con una suave
sonrisa se quedó muerta.
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