CARTA
ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA FE
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA FE
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La salvación mediante la
fe
19. A partir de
esta participación en el
modo de ver de Jesús, el
apóstol Pablo nos ha dejado
en sus escritos una
descripción de la existencia
creyente. El que cree,
aceptando el don de la fe,
es transformado en una
creatura nueva, recibe un
nuevo ser, un ser filial que
se hace hijo en el Hijo. «
Abbá, Padre », es la palabra
más característica de la
experiencia de Jesús, que se
convierte en el núcleo de la
experiencia cristiana (cf.
Rm 8,15). La vida en
la fe, en cuanto existencia
filial, consiste en
reconocer el don originario
y radical, que está a la
base de la existencia del
hombre, y puede resumirse en
la frase de san Pablo a los
Corintios: « ¿Tienes algo
que no hayas recibido? » (1 Co 4,7). Precisamente en
este punto se sitúa el
corazón de la polémica de
san Pablo con los fariseos,
la discusión sobre la
salvación mediante la fe o
mediante las obras de la
ley. Lo que san Pablo
rechaza es la actitud de
quien pretende justificarse
a sí mismo ante Dios
mediante sus propias obras.
Éste, aunque obedezca a los
mandamientos, aunque haga
obras buenas, se pone a sí
mismo en el centro, y no
reconoce que el origen de la
bondad es Dios. Quien obra
así, quien quiere ser fuente
de su propia justicia, ve
cómo pronto se le agota y se
da cuenta de que ni siquiera
puede mantenerse fiel a la
ley. Se cierra, aislándose
del Señor y de los otros, y
por eso mismo su vida se
vuelve vana, sus obras
estériles, como árbol lejos
del agua. San Agustín lo
expresa así con su lenguaje
conciso y eficaz: « Ab eo
qui fecit te noli deficere
nec ad te », de aquel que te
ha hecho, no te alejes ni
siquiera para ir a ti [15].
Cuando el hombre piensa que,
alejándose de Dios, se
encontrará a sí mismo, su
existencia fracasa (cf. Lc
15,11-24). La salvación
comienza con la apertura a
algo que nos precede, a un
don originario que afirma la
vida y protege la
existencia. Sólo abriéndonos
a este origen y
reconociéndolo, es posible
ser transformados, dejando
que la salvación obre en
nosotros y haga fecunda la
vida, llena de buenos
frutos. La salvación
mediante la fe consiste en
reconocer el primado del don
de Dios, como bien resume
san Pablo: « En efecto, por
gracia estáis salvados,
mediante la fe. Y esto no
viene de vosotros: es don de
Dios » (Ef 2,8s).
20. La
nueva lógica de la fe está
centrada en Cristo. La fe en
Cristo nos salva porque en
él la vida se abre
radicalmente a un Amor que
nos precede y nos transforma
desde dentro, que obra en
nosotros y con nosotros. Así
aparece con claridad en la
exégesis que el Apóstol de
los gentiles hace de un
texto del Deuteronomio,
interpretación que se
inserta en la dinámica más
profunda del Antiguo
Testamento. Moisés dice al
pueblo que el mandamiento de
Dios no es demasiado alto ni
está demasiado alejado del
hombre. No se debe decir: «
¿Quién de nosotros subirá al
cielo y nos lo traerá? » o «
¿Quién de nosotros cruzará
el mar y nos lo traerá? »
(cf. Dt 30,11-14). Pablo
interpreta esta cercanía de
la palabra de Dios como
referida a la presencia de
Cristo en el cristiano: « No
digas en tu corazón: “¿Quién
subirá al cielo?”, es decir,
para hacer bajar a Cristo. O
“¿quién bajará al abismo?”,
es decir, para hacer subir a
Cristo de entre los muertos
» (Rm 10,6-7). Cristo ha
bajado a la tierra y ha
resucitado de entre los
muertos; con su encarnación
y resurrección, el Hijo de
Dios ha abrazado todo el
camino del hombre y habita
en nuestros corazones
mediante el Espíritu santo.
La fe sabe que Dios se ha
hecho muy cercano a
nosotros, que Cristo se nos
ha dado como un gran don que
nos transforma
interiormente, que habita en
nosotros, y así nos da la
luz que ilumina el origen y
el final de la vida, el arco
completo del camino humano.
21. Así podemos entender la
novedad que aporta la fe. El
creyente es transformado por
el Amor, al que se abre por
la fe, y al abrirse a este
Amor que se le ofrece, su
existencia se dilata más
allá de sí mismo. Por eso,
san Pablo puede afirmar: «
No soy yo el que vive, es
Cristo quien vive en mí » (Ga
2,20), y exhortar: « Que
Cristo habite por la fe en
vuestros corazones » (Ef
3,17). En la fe, el « yo »
del creyente se ensancha
para ser habitado por Otro,
para vivir en Otro, y así su
vida se hace más grande en
el Amor. En esto consiste la
acción propia del Espíritu
Santo. El cristiano puede
tener los ojos de Jesús, sus
sentimientos, su condición
filial, porque se le hace
partícipe de su Amor, que es
el Espíritu. Y en este Amor
se recibe en cierto modo la
visión propia de Jesús. Sin
esta conformación en el
Amor, sin la presencia del
Espíritu que lo infunde en
nuestros corazones (cf. Rm
5,5), es imposible confesar
a Jesús como Señor (cf. 1 Co
12,3).
[15]
De
continentia, 4,11: PL 40,
356.
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