CARTA
ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA FE
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA FE
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Fe y
búsqueda de Dios
35.
La luz de la fe en Jesús
ilumina también el camino de
todos los que buscan a Dios,
y constituye la aportación
propia del cristianismo al
diálogo con los seguidores
de las diversas religiones.
La Carta a los Hebreos nos
habla del testimonio de los
justos que, antes de la
alianza con Abrahán, ya
buscaban a Dios con fe. De
Henoc se dice que « se le
acreditó que había
complacido a Dios » (Hb
11,5), algo imposible sin la
fe, porque « el que se
acerca a Dios debe creer que
existe y que recompensa a
quienes lo buscan » (Hb
11,6). Podemos entender así
que el camino del hombre
religioso pasa por la
confesión de un Dios que se
preocupa de él y que no es
inaccesible. ¿Qué mejor
recompensa podría dar Dios a
los que lo buscan, que
dejarse encontrar? Y antes
incluso de Henoc, tenemos la
figura de Abel, cuya fe es
también alabada y, gracias a
la cual el Señor se complace
en sus dones, en la ofrenda
de las primicias de sus
rebaños (cf. Hb 11,4). El
hombre religioso intenta
reconocer los signos de Dios
en las experiencias
cotidianas de su vida, en el
ciclo de las estaciones, en
la fecundidad de la tierra y
en todo el movimiento del
cosmos. Dios es luminoso, y
se deja encontrar por
aquellos que lo buscan con
sincero corazón.
Imagen de
esta búsqueda son los Magos,
guiados por la estrella
hasta Belén (cf. Mt 2,1-12).
Para ellos, la luz de Dios
se ha hecho camino, como
estrella que guía por una
senda de descubrimientos. La
estrella habla así de la
paciencia de Dios con
nuestros ojos, que deben
habituarse a su esplendor.
El hombre religioso está en
camino y ha de estar
dispuesto a dejarse guiar, a
salir de sí, para encontrar
al Dios que sorprende
siempre. Este respeto de
Dios por los ojos de los
hombres nos muestra que,
cuando el hombre se acerca a
él, la luz humana no se
disuelve en la inmensidad
luminosa de Dios, como una
estrella que desaparece al
alba, sino que se hace más
brillante cuanto más próxima
está del fuego originario,
como espejo que refleja su
esplendor. La confesión
cristiana de Jesús como
único salvador, sostiene que
toda la luz de Dios se ha
concentrado en él, en su «
vida luminosa », en la que
se desvela el origen y la
consumación de la
historia[31]. No hay ninguna
experiencia humana, ningún
itinerario del hombre hacia
Dios, que no pueda ser
integrado, iluminado y
purificado por esta luz.
Cuanto más se sumerge el
cristiano en la aureola de
la luz de Cristo, tanto más
es capaz de entender y
acompañar el camino de los
hombres hacia Dios.
Al
configurarse como vía, la fe
concierne también a la vida
de los hombres que, aunque
no crean, desean creer y no
dejan de buscar. En la
medida en que se abren al
amor con corazón sincero y
se ponen en marcha con
aquella luz que consiguen
alcanzar, viven ya, sin
saberlo, en la senda hacia
la fe. Intentan vivir como
si Dios existiese, a veces
porque reconocen su
importancia para encontrar
orientación segura en la
vida común, y otras veces
porque experimentan el deseo
de luz en la oscuridad, pero
también, intuyendo, a la
vista de la grandeza y la
belleza de la vida, que ésta
sería todavía mayor con la
presencia de Dios. Dice san
Ireneo de Lyon que Abrahán,
antes de oír la voz de Dios,
ya lo buscaba «
ardientemente en su corazón
», y que « recorría todo el
mundo, preguntándose dónde
estaba Dios », hasta que «
Dios tuvo piedad de aquel
que, por su cuenta, lo
buscaba en el silencio »[32].
Quien se pone en camino para
practicar el bien se acerca
a Dios, y ya es sostenido
por él, porque es propio de
la dinámica de la luz divina
iluminar nuestros ojos
cuando caminamos hacia la
plenitud del amor.
[31] Cf.
Congregación para la
Doctrina de la Fe, Decl.
Dominus Iesus (6 agosto
2000), 15: AAS 92 (2000),
756.
[32]
Demonstratio
apostolicae praedicationis,
24: SC 406, 117.
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