CARTA
ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA FE
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA FE
Una luz por
descubrir
4. Por
tanto, es urgente recuperar
el carácter luminoso propio
de la fe, pues cuando su
llama se apaga, todas las
otras luces acaban
languideciendo. Y es que la
característica propia de la
luz de la fe es la capacidad
de iluminar toda la
existencia del hombre.
Porque una luz tan potente
no puede provenir de
nosotros mismos; ha de venir
de una fuente más
primordial, tiene que venir,
en definitiva, de Dios. La
fe nace del encuentro con el
Dios vivo, que nos llama y
nos revela su amor, un amor
que nos precede y en el que
nos podemos apoyar para
estar seguros y construir la
vida. Transformados por este
amor, recibimos ojos nuevos,
experimentamos que en él hay
una gran promesa de plenitud
y se nos abre la mirada al
futuro. La fe, que recibimos
de Dios como don
sobrenatural, se presenta
como luz en el sendero, que
orienta nuestro camino en el
tiempo. Por una parte,
procede del pasado; es la
luz de una memoria fundante,
la memoria de la vida de
Jesús, donde su amor se ha
manifestado totalmente
fiable, capaz de vencer a la
muerte. Pero, al mismo
tiempo, como Jesús ha
resucitado y nos atrae más
allá de la muerte, la fe es
luz que viene del futuro,
que nos desvela vastos
horizontes, y nos lleva más
allá de nuestro « yo »
aislado, hacia la más amplia
comunión. Nos damos cuenta,
por tanto, de que la fe no
habita en la oscuridad, sino
que es luz en nuestras
tinieblas. Dante, en la
Divina Comedia, después de
haber confesado su fe ante
san Pedro, la describe como
una « chispa, / que se
convierte en una llama cada
vez más ardiente / y
centellea en mí, cual
estrella en el cielo »[4].
Deseo hablar precisamente de
esta luz de la fe para que
crezca e ilumine el
presente, y llegue a
convertirse en estrella que
muestre el horizonte de
nuestro camino en un tiempo
en el que el hombre tiene
especialmente necesidad de
luz.
5. El Señor, antes de
su pasión, dijo a Pedro: «
He pedido por ti, para que
tu fe no se apague » (Lc
22,32). Y luego le pidió que
confirmase a sus hermanos en
esa misma fe. Consciente de
la tarea confiada al Sucesor
de Pedro, Benedicto XVI
decidió convocar este
Año de
la fe, un tiempo de gracia
que nos está ayudando a
sentir la gran alegría de
creer, a reavivar la
percepción de la amplitud de
horizontes que la fe nos
desvela, para confesarla en
su unidad e integridad,
fieles a la memoria del
Señor, sostenidos por su
presencia y por la acción
del Espíritu Santo. La
convicción de una fe que
hace grande y plena la vida,
centrada en Cristo y en la
fuerza de su gracia, animaba
la misión de los primeros
cristianos. En las Actas de
los mártires leemos este
diálogo entre el prefecto
romano Rústico y el
cristiano Hierax: « ¿Dónde
están tus padres? »,
pregunta el juez al mártir.
Y éste responde: « Nuestro
verdadero padre es Cristo, y
nuestra madre, la fe en él
»[5]. Para aquellos
cristianos, la fe, en cuanto
encuentro con el Dios vivo
manifestado en Cristo, era
una « madre », porque los
daba a luz, engendraba en
ellos la vida divina, una
nueva experiencia, una
visión luminosa de la
existencia por la que
estaban dispuestos a dar
testimonio público hasta el
final.
6. El Año de la fe
ha comenzado en el 50
aniversario de la apertura
del Concilio Vaticano II.
Esta coincidencia nos
permite ver que el Vaticano
II ha sido un Concilio sobre
la fe[6], en cuanto que nos ha
invitado a poner de nuevo en
el centro de nuestra vida
eclesial y personal el
primado de Dios en Cristo.
Porque la Iglesia nunca
presupone la fe como algo
descontado, sino que sabe
que este don de Dios tiene
que ser alimentado y
robustecido para que siga
guiando su camino. El
Concilio Vaticano II ha
hecho que la fe brille
dentro de la experiencia
humana, recorriendo así los
caminos del hombre
contemporáneo. De este modo,
se ha visto cómo la fe
enriquece la existencia
humana en todas sus
dimensiones.
7. Estas
consideraciones sobre la fe,
en línea con todo lo que el
Magisterio de la Iglesia ha
declarado sobre esta virtud
teologal[7], pretenden sumarse
a lo que el Papa Benedicto
XVI ha escrito en las Cartas
encíclicas sobre la
caridad
y la
esperanza. Él ya había
completado prácticamente una
primera redacción de esta
Carta encíclica sobre la fe.
Se lo agradezco de corazón
y, en la fraternidad de
Cristo, asumo su precioso
trabajo, añadiendo al texto
algunas aportaciones. El
Sucesor de Pedro, ayer, hoy
y siempre, está llamado a «
confirmar a sus hermanos »
en el inconmensurable tesoro
de la fe, que Dios da como
luz sobre el camino de todo
hombre.
En la fe, don de
Dios, virtud sobrenatural
infusa por él, reconocemos
que se nos ha dado un gran
Amor, que se nos ha dirigido
una Palabra buena, y que, si
acogemos esta Palabra, que
es Jesucristo, Palabra
encarnada, el Espíritu Santo
nos transforma, ilumina
nuestro camino hacia el
futuro, y da alas a nuestra
esperanza para recorrerlo
con alegría. Fe, esperanza y
caridad, en admirable
urdimbre, constituyen el
dinamismo de la existencia
cristiana hacia la comunión
plena con Dios. ¿Cuál es la
ruta que la fe nos descubre?
¿De dónde procede su luz
poderosa que permite
iluminar el camino de una
vida lograda y fecunda,
llena de fruto?
[4]
Paraíso XXIV, 145-147.
[5]
Acta Sanctorum, Junii, I,
21.
[6] « Si el Concilio no
trata expresamente de la fe,
habla de ella en cada una de
sus páginas, reconoce su
carácter vital y
sobrenatural, la supone
íntegra y fuerte, y
construye sobre ella sus
doctrinas. Bastaría recordar
las afirmaciones conciliares
[…] para darse cuenta de la
importancia esencial que el
Concilio, coherente con la
tradición doctrinal de la
Iglesia, atribuye a la fe, a
la verdadera fe, la que
tiene como fuente a Cristo y
por canal al magisterio de
la Iglesia » (Pablo VI,
Audiencia general [8 marzo
1967]: Insegnamenti V
[1967], 705).
[7]
Cf. Conc.
Ecum. Vat. I, Const. dogm.
Dei Filius, sobre la Fe
católica, cap. III: DS
3008-3020; Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm.
Dei Verbum,
sobre la divina revelación,
5;
Catecismo de la Iglesia Católica, 153-165
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