CARTA
ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA FE
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA FE
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CAPÍTULO TERCERO
TRANSMITO LO QUE HE RECIBIDO
(cf. 1 Co 15,3)
TRANSMITO LO QUE HE RECIBIDO
(cf. 1 Co 15,3)
La
Iglesia, madre de nuestra fe
37. Quien se ha abierto al
amor de Dios, ha escuchado
su voz y ha recibido su luz,
no puede retener este don
para sí. La fe, puesto que
es escucha y visión, se
transmite también como
palabra y luz. El apóstol
Pablo, hablando a los
Corintios, usa precisamente
estas dos imágenes. Por una
parte dice: « Pero teniendo
el mismo espíritu de fe,
según lo que está escrito:
Creí, por eso hablé,
también nosotros creemos y
por eso hablamos » (2 Co
4,13). La palabra recibida
se convierte en respuesta,
confesión y, de este modo,
resuena para los otros,
invitándolos a creer. Por
otra parte, san Pablo se
refiere también a la luz: «
Reflejamos la gloria del
Señor y nos vamos
transformando en su imagen »
(2 Co 3,18). Es una
luz que se refleja de rostro
en rostro, como Moisés
reflejaba la gloria de Dios
después de haber hablado con
él: « [Dios] ha brillado en
nuestros corazones, para que
resplandezca el conocimiento
de la gloria de Dios
reflejada en el rostro de
Cristo » (2 Co 4,6). La luz
de Cristo brilla como en un
espejo en el rostro de los
cristianos, y así se difunde
y llega hasta nosotros, de
modo que también nosotros
podamos participar en esta
visión y reflejar a otros su
luz, igual que en la
liturgia pascual la luz del
cirio enciende otras muchas
velas. La fe se transmite,
por así decirlo, por
contacto, de persona a
persona, como una llama
enciende otra llama. Los
cristianos, en su pobreza,
plantan una semilla tan
fecunda, que se convierte en
un gran árbol que es capaz
de llenar el mundo de
frutos.
38. La transmisión
de la fe, que brilla para
todos los hombres en todo
lugar, pasa también por las
coordenadas temporales, de
generación en generación.
Puesto que la fe nace de un
encuentro que se produce en
la historia e ilumina el
camino a lo largo del
tiempo, tiene necesidad de
transmitirse a través de los
siglos. Y mediante una
cadena ininterrumpida de
testimonios llega a nosotros
el rostro de Jesús. ¿Cómo es
posible esto? ¿Cómo podemos
estar seguros de llegar al «
verdadero Jesús » a través
de los siglos? Si el hombre
fuese un individuo aislado,
si partiésemos solamente del
« yo » individual, que busca
en sí mismo la seguridad del
conocimiento, esta certeza
sería imposible. No puedo
ver por mí mismo lo que ha
sucedido en una época tan
distante de la mía. Pero
ésta no es la única manera
que tiene el hombre de
conocer. La persona vive
siempre en relación.
Proviene de otros, pertenece
a otros, su vida se ensancha
en el encuentro con otros.
Incluso el conocimiento de
sí, la misma autoconciencia,
es relacional y está
vinculada a otros que nos
han precedido: en primer
lugar nuestros padres, que
nos han dado la vida y el
nombre. El lenguaje mismo,
las palabras con que
interpretamos nuestra vida y
nuestra realidad, nos llega
a través de otros, guardado
en la memoria viva de otros.
El conocimiento de uno mismo
sólo es posible cuando
participamos en una memoria
más grande. Lo mismo sucede
con la fe, que lleva a su
plenitud el modo humano de
comprender. El pasado de la
fe, aquel acto de amor de
Jesús, que ha hecho germinar
en el mundo una vida nueva,
nos llega en la memoria de
otros, de testigos,
conservado vivo en aquel
sujeto único de memoria que
es la Iglesia. La Iglesia es
una Madre que nos enseña a
hablar el lenguaje de la fe.
San Juan, en su Evangelio,
ha insistido en este
aspecto, uniendo fe y
memoria, y asociando ambas a
la acción del Espíritu Santo
que, como dice Jesús, « os
irá recordando todo » (Jn
14,26). El Amor, que es el
Espíritu y que mora en la
Iglesia, mantiene unidos
entre sí todos los tiempos y
nos hace contemporáneos de
Jesús, convirtiéndose en el
guía de nuestro camino de
fe.
39. Es imposible creer
cada uno por su cuenta. La
fe no es únicamente una
opción individual que se
hace en la intimidad del
creyente, no es una relación
exclusiva entre el « yo »
del fiel y el « Tú » divino,
entre un sujeto autónomo y
Dios. Por su misma
naturaleza, se abre al «
nosotros », se da siempre
dentro de la comunión de la
Iglesia. Nos lo recuerda la
forma dialogada del Credo,
usada en la liturgia
bautismal. El creer se
expresa como respuesta a una
invitación, a una palabra
que ha de ser escuchada y
que no procede de mí, y por
eso forma parte de un
diálogo; no puede ser una
mera confesión que nace del
individuo. Es posible
responder en primera
persona, « creo », sólo
porque se forma parte de una
gran comunión, porque
también se dice « creemos ».
Esta apertura al « nosotros
» eclesial refleja la
apertura propia del amor de
Dios, que no es sólo
relación entre el Padre y el
Hijo, entre el « yo » y el «
tú », sino que en el
Espíritu, es también un «
nosotros », una comunión de
personas. Por eso, quien
cree nunca está solo, porque
la fe tiende a difundirse, a
compartir su alegría con
otros. Quien recibe la fe
descubre que las dimensiones
de su « yo » se ensanchan, y
entabla nuevas relaciones
que enriquecen la vida.
Tertuliano lo ha expresado
incisivamente, diciendo que
el catecúmeno, « tras el
nacimiento nuevo por el
bautismo », es recibido en
la casa de la Madre para
alzar las manos y rezar,
junto a los hermanos, el
Padrenuestro, como signo de
su pertenencia a una nueva
familia [34].
[34] Cf.
De Baptismo, 20, 5:
CCL I, 295.
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