CARTA
ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA FE
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE FRANCISCO
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA FE
Bienaventurada la que ha
creído (Lc
1,45)
58. En la parábola del
sembrador, san Lucas nos ha
dejado estas palabras con
las que Jesús explica el
significado de la « tierra
buena »: « Son los que
escuchan la palabra con un
corazón noble y generoso, la
guardan y dan fruto con
perseverancia » (Lc 8,15).
En el contexto del Evangelio
de Lucas, la mención del
corazón noble y generoso,
que escucha y guarda la
Palabra, es un retrato
implícito de la fe de la
Virgen María. El mismo
evangelista habla de la
memoria de María, que
conservaba en su corazón
todo lo que escuchaba y
veía, de modo que la Palabra
diese fruto en su vida. La
Madre del Señor es icono
perfecto de la fe, como dice
santa Isabel: «
Bienaventurada la que ha
creído » (Lc 1,45)
En
María, Hija de Sión, se
cumple la larga historia de
fe del Antiguo Testamento,
que incluye la historia de
tantas mujeres fieles,
comenzando por Sara, mujeres
que, junto a los patriarcas,
fueron testigos del
cumplimiento de las promesas
de Dios y del surgimiento de
la vida nueva. En la
plenitud de los tiempos, la
Palabra de Dios fue dirigida
a María, y ella la acogió
con todo su ser, en su
corazón, para que tomase
carne en ella y naciese como
luz para los hombres. San
Justino mártir, en su
Diálogo con Trifón, tiene
una hermosa expresión, en la
que dice que María, al
aceptar el mensaje del
Ángel, concibió « fe y
alegría »[49]. En la Madre de
Jesús, la fe ha dado su
mejor fruto, y cuando
nuestra vida espiritual da
fruto, nos llenamos de
alegría, que es el signo más
evidente de la grandeza de
la fe. En su vida, María ha
realizado la peregrinación
de la fe, siguiendo a su
Hijo [50]. Así, en María, el
camino de fe del Antiguo
Testamento es asumido en el
seguimiento de Jesús y se
deja transformar por él,
entrando a formar parte de
la mirada única del Hijo de
Dios encarnado.
59.
Podemos decir que en la
Bienaventurada Virgen María
se realiza eso en lo que
antes he insistido, que el
creyente está totalmente
implicado en su confesión de
fe. María está íntimamente
asociada, por su unión con
Cristo, a lo que creemos. En
la concepción virginal de
María tenemos un signo claro
de la filiación divina de
Cristo. El origen eterno de
Cristo está en el Padre; él
es el Hijo, en sentido total
y único; y por eso, es
engendrado en el tiempo sin
concurso de varón. Siendo
Hijo, Jesús puede traer al
mundo un nuevo comienzo y
una nueva luz, la plenitud
del amor fiel de Dios, que
se entrega a los hombres.
Por otra parte, la verdadera
maternidad de María ha
asegurado para el Hijo de
Dios una verdadera historia
humana, una verdadera carne,
en la que morirá en la cruz
y resucitará de los muertos.
María lo acompañará hasta la
cruz (cf. Jn 19,25), desde
donde su maternidad se
extenderá a todos los
discípulos de su Hijo (cf.
Jn 19,26-27). También estará
presente en el Cenáculo,
después de la resurrección y
de la ascensión, para
implorar el don del Espíritu
con los apóstoles (cf. Hch
1,14). El movimiento de amor
entre el Padre y el Hijo en
el Espíritu ha recorrido
nuestra historia; Cristo nos
atrae a sí para salvarnos
(cf. Jn 12,32). En el centro
de la fe se encuentra la
confesión de Jesús, Hijo de
Dios, nacido de mujer, que
nos introduce, mediante el
don del Espíritu santo, en
la filiación adoptiva (cf.
Ga 4,4-6).
60. Nos
dirigimos en oración a
María, madre de la Iglesia y
madre de nuestra fe.
¡Madre, ayuda nuestra fe!
Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.
Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.
Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a fiarnos plenamente de él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.
Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado.
Recuérdanos que quien cree no está nunca solo.
Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.
Dado en
Roma, junto a San Pedro, el
29 de junio, solemnidad de
los Santos Apóstoles Pedro y
Pablo, del año 2013, primero
de mi Pontificado.
[50] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 58.
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