San Ignacio por Jacopo del Conte |
San Ignacio de Loyola
(1491 – 1556) fundó la Compañía de Jesús y la dirigió durante más de quince
años. Al empezar eran diez compañeros. Al morir él eran mil jesuitas en los
cinco continentes. Su sistema de gobierno ha sido estudiado desde el punto de
vista religioso: como dirigir una congregación o una diócesis. Pero su sistema
es válido, también, para el gobierno de cualquier sociedad, sea un país, sea
una empresa, y esto es lo que propongo desarrollar.
Dice Casanovas, en su
biografía del santo, que los dieciocho años anteriores a la institución
canónica “los emplea él en formar a los hombres antes la institución, en forjar
jesuitas antes que el organismo externo de la Compañía”. Eso es lo primero que
aprendemos de Ignacio el mayor capital de una empresa son las personas.
Adopción
de decisiones
Cuando los primeros
diez compañeros deliberan sobre la conveniencia o no de organizarse como orden
religiosa, adoptan la siguiente metodología:
1) Cada uno procurará
encontrar la paz interior. No es conveniente tomar decisiones en estado de
postración, por la fatiga, o bajo el impacto de un hecho adverso.
2) Ninguno hablará con
los otros sobre el punto de deliberación, “a fin de que ninguno fuese
arrastrado por la persuasión de otro”. La confrontación de opiniones vendrá
después. Ocurre que en todo directorio hay sujetos dominantes que anulan el
aporte de los demás.
3) Cada cual se
imaginará ser ajeno al grupo, para no quedar condicionado efectivamente en un
sentido o en otro. Como si estuvieran analizando el problema de una empresa
ajena, no de la propia.
4) Fijan un día para
examinar todas las razones en contra de la constitución de una orden religiosa
y otro día para analizar las razones a favor.
Hay directivos que
adoptan decisiones sin conocer todas las objeciones en contra, porque no les
agrada oírlas o porque sus subordinados no se atreven a expresarlas.
Ley
vivida y ley escrita.
Una vez fundada la
Compañía y aprobada esta por el papa, se planteó el problema de si el fundador
debía o no escribir una regla. Ignacio se resistía a hacerlo, pensando que el
ideal, que animaba interiormente a cada jesuita, sería suficiente. Era la ley
viva, escrita en el corazón de cada uno.
Al final aceptó que una
ley escrita podía ayudar a vivir la ley interior. Nosotros con facilidad
invertimos el orden: promulgamos infinidad de leyes y nos dedicamos después a
lidiar con los infractores. Pero una empresa saldrá adelante cuando haya, en
sus empleados, un cierto afecto por ella, el orgullo de pertenecer a la misma,
el gusto de participar en un servicio a la comunidad.
De allí también el
principio de economía en las reglamentaciones. En las reglamentaciones. Cuanto
más abundantes son, menos margen dejan a la iniciativa personal y robotizan más
a las personas. Todos deben sentir que la reglamentación está hecha para el
hombre y no el hombre para la reglamentación. La formación del empleado ha de
orientarse a capacitarlo para introducir una excepción a la norma, cuando la
urgencia lo requiere y no es posible el recurso de una autoridad superior.
Delegar
autoridad
Dice San Ignacio que el
superior general, para gobernar bien, debe tener buenos auxiliares que se
ocupen de los negocios particulares y a quienes pueda dar mucha autoridad. “Regla
sapientísima –comenta Casanovas- que hace que el gobierno no sea una máquina,
sino una organización viva de personas. En este sistema, el superior más alto
es el que menos aparece y, por lo mismo, ha de ser humilde y ha de ir
comunicando su autoridad con amor y confianza, sin temor de que esto le quite
prestigio ni perjudique a los negocios particulares, los cuales piden siempre
conocimiento de muchas menudencias, que no llegan a las altas esferas”.
El padre Gonzáles de
Cámara, que fue secretario de San Ignacio, cuenta que, cuando el fundador
mandaba a alguno a tratar negocios de mucha importancia, después de darle las
instrucciones necesarias añadía: “Pero yo quiero que vos allá uséis de los
medios que sean más convenientes y os dejo en toda libertad para que hagáis lo
que mejor os pareciere”.
Cuando regresaba el
enviado, Ignacio le preguntaba: “¿Venís contento de vos?”, presuponiendo que
éste había tratado el asunto con entera libertad y que todo cuanto había hecho
venía de él. Esa libertad para actuar, dejada a los subordinados, hacia que se
sintieran responsables y aguzaran el ingenio para solucionar los problemas.
Motor
universal
Es una carta al
provincial de Portugal, Diego Miró, le dice San Ignacio que no es oficio del
provincial “tener cuenta tan particular con los negocios.
Aun cuando tuviese para
ellos toda la habilidad posible, es mejor poner a otros en ellos”.
El provincial Miró
tenía un ansia excesiva por controlar y dirigir todo. Hasta presidía los actos
académicos de la Universidad, con el consiguiente descrédito, ya que no podía
estar al tanto de todos los teman.
Por ello, le escribe
Ignacio “Para la ejecución no os impliquéis, antes, como motor universal,
rodead y moved a los motores particulares, y así haréis más cosas y mejor
hechas, y más propias de vuestro oficio”.
El término “motor” no
tenía el sentido mecánico que le damos actualmente.
El superior no es una
máquina, sino una fuente de iniciativas. En este sentido se decía que Dios es
el primer motor, el origen de la energía y de la vida. Imitando a Dios, cada
gobernante debería comunicar a los gobernantes la iniciativa creadora.
Una empresa no puede
conformarse con ser un mecanismo bien aceitado. Debe haber un orden, pero las
personas no son engranajes. Una de las razones por las que San Ignacio dejaba
tanta libertad a sus colaboradores era, según Gonzáles de Cámara, “porque los
hombres hacen naturalmente con mayor gusto aquellas cosas que tienen por más
propiamente suyas”.
Ese es el camino para
“personalizar” una empresa.
Poder
y saber
Otra razón indicaba por
el padre González de Cámara para la delegación de autoridad es la siguiente:
“Para todo buen gobierno es menester que haya poder y saber; de otra manera,
quedan estas dos partes del todo separadas. Porque al superior universal, que
tiene el poder, no le es posible tener el saber particular y práctico que es
necesario. Y el superior inmediato, que sabe y palpa las cosas con la mano, no
tiene poder para ejecutarlas por sí”.
El de arriba tiene la
autoridad, el de abajo la experiencia. Si el de arriba se entromete en el área
del interior, estará resolviendo cosas sin el apoyo de la experiencia. Y el de
abajo, que tiene la experiencia, no la puede aprovechar cuando le sustraen todo
poder de decisión.
La libertad dejada a
los cuadros superiores no le impedía a San Ignacio, en algún caso, poner una
limitación necesaria, sobre todo para salvaguardar la libertad de los cuadros
medios. Porque si el provincial o superior de una región se entromete en el
oficio del superior de una casa, éste, “por la misma razón”., se entrometerá en
los oficios de cada encargado.
Selección
de personal
Para poder delegar
mucha autoridad, San Ignacio pone gran cuidado en la selección del personal.
Teme la mediocridad y la “turba”, que después resultan un peso muerto. Pero no
por una concepción elitista, como si despreciara a la muchedumbre. Todo lo
contrario, él se ocupa personalmente de dar de comer a los pobres, lavar a los
enfermos, catequizar a la gente simple, atender a las prostitutas. Pero para la
responsabilidad de conducción, busca a los de “gran ánimo y liberalidad”.
Ignacio imagina a su
Compañía como una asociación en la que cada uno tiene algo importante que
hacer. Importante porque lo hace él, empleando a fondo su creatividad. Es
decir, iniciativa y participación. Trabajar en la enfermería podía parecer poco
brillante, pero Ignacio quiere que le informen dos veces al día del estado de
los enfermos en casa. Porque en una sociedad de amigos, como él concibe a la
Compañía, la salud es una preocupación casi familiar.
En una empresa moderna,
la salud del personal es garantía de eficiencia. Pero Ignacio nos diría que la
salud de cada empleado importa por si misma antes que por el rendimiento. Por
eso, el modo de aplicar la legislación sobre accidentes de trabajo nos da una
pauta sobre el valor otorgado a las personas, más allá de su eficiencia.
Formación
de la personalidad
Además de la selección,
estaba la formación. Los estudios fueron organizados con seriedad, pero un
empeño mayor se puso en la formación espiritual y humana. Se tendía a
desarrollar la capacidad de decidir por sí mismo, de modo que se pudiese
delegar en cada uno la responsabilidad correspondiente.
La obediencia para
Ignacio, no es un sistema de anulación de la personalidad, como a veces se lo
ha caricaturizado. Cuando uno ve que la orden dada por el superior tendrá
resultados negativos, no puede lavarse las manos, pensando que cumple órdenes.
Aquí no hay obediencias debidas que eximan de responsabilidad.
El subalterno está
obligado a representar al superior los inconvenientes que se seguirán de la
orden dada, si revisten cierta gravedad. Agotado ese recurso, el súbdito puede,
y a veces debe, acudir a un superior mayor, sin que nadie se sienta ofendido.
Porque el ideal de la obediencia es que todos ayuden y se dejen ayudar por los
demás.
Superar
el autoritarismo
Con frecuencia se ha
presentado el sistema jesuítico de gobierno como autoritario, basado en un
esquema militar, que sacrifica a las personas, como en una batalla, para
alcanzar los objetivos Ignacio, militar antes de su conversión, habría
organizado una estrategia innovadora.
En realidad, ni la
Compañía es un ejército, donde haya que salvar la disciplina, ni la obediencia
ignaciana se basa en el autoritarismo. Lo único que se desea salvar son las
personas, la libertad de pensar y de actuar de cada uno, respondiendo a su
propia vocación. Basta recorrer la lista de santos de la Compañía de Jesús para
convencerse de que cada uno de ellos, en sintonía con el carisma ignaciano,
plasmó un tipo diferente de santidad.
No existe un molde para
ser jesuita, a no ser que se entienda por molde la organización. No digo
excentricidad, sino originalidad. El excéntrico hace rarezas para llamar la
atención. El origen sabe que tiene una misión en la vida y desea realizarla, no
imitando a otros, sino respondiendo a la propia vocación.
Al autoritarismo no se
lo vence persiguiendo a los autoritarios y enviándolos a la cárcel. De esa
forma, se les dará la razón. En realidad, el autoritarismo llena un vacío de
poder, y es ese vacío el que merece nuestra atención. Por ello, el desarrollo
de la personalidad, la aceptación de la originalidad de cada colaboración es el
mejor remedio para superar el autoritarismo.
Corregir
explicando
Uno de los problemas
más delicados se plantea cuando hay que corregir a un subordinado. Ignacio, al
hacerlo, evitaba toda palabra que pudiera agravar, herir, desanimar. Dice
Casanovas: “Cuando convenía corregir una falta, nunca usaba de palabras
generales, como sería decir a alguno: sois un desobediente o perezoso o
soberbio, sino que sólo reprendía aquel hecho particular”.
Ignacio nunca se
apoyaba en la autoridad cruda y escueta: porque yo lo mando. Cuando debía negar
algo que le pedían agregarla, si era posible, las razones que tenía para no concederlo,
dejando al súbdito convencido y consolado. Y cuando podía convencer lo que le
pedía, explicaba las objeciones que había y cómo le hacían más fuerza las
razones en pro. Es decir, evitaba hasta la impresión de arbitrariedad.
Pasada la corrección,
Ignacio trataba a las personas como si nunca hubiesen faltado. Cuenta el padre
Ribadeneira que todos podían estar bien seguros que ni el obras, ni en
palabras, ni en trato, ni en su corazón quedaba rastro ni memoria de aquellas
faltas, como si nunca las hubiesen cometido. Como vemos, no encasillaba a las
personas por sus errores y faltas sino, en todo caso, por sus cualidades y
virtuales.
Del
consejo a la ejecución
“El gobierno entendía
él que ha de ser muy expedito en la ejecución. De ahí que rodease a todos los
superiores de la Compañía de consultores y admonitores, con quienes hayan de
aconsejarse antes de tomar una determinación, pero sin ligarlos a seguir la
opinión que manifiesten” (Casanovas)
Ignacio no excluía los
cuerpos colegiados, pero no le agradaba que la responsabilidad se distribuyera
en una anónima mayoría. Cada uno debía saber dar razón de su voto y estar
dispuesto a modificarlo, cuando descubriera algo mejor.
El gobernante o el
directivo han sido elegidos porque poseen un cierto carisma político, un olfato
para los negocios. Y San Ignacio no quiere que ese carisma, ese olfato, queden
anulados por los estudios técnicos y los mil consejos de los asesores. Muy
ilustrado en el consejo, pero muy expeditivo en la ejecución. Escuchar a todos,
pero decidir él, sin disculparse después por haber sido mal asesorado.
Ganar
la confianza
Por años antes que
Ignacio, Maquiavelo explicó que el Príncipe, para poder gobernar, ha de
aparentar mansedumbre, fidelidad, sinceridad y más que nada piedad. No debe apartarse
del bien mientras pueda, pero debe “saber entrar en el mal, de necesitarlo”.
Porque si se ata las manos con escrúpulos, será vencido por los malos, así todo
terminará peor.
Es una lección de
“realismo” político, aprendida por demasiados gobernantes y directivos. De nada
sirve que los santos prediquen honestidad, si en la vida real sólo es posible
salir adelante utilizando artimañas no muy católicas. En ese callejón sin
salida, Ignacio no aparece como un predicador “celestial”, sino como un realizador.
Nuestro Santo muestra
la posibilidad real de un sistema alternativo de gobierno basado no en la
duplicidad del “aparentar”, sino en la transparencia del “ser”. La primera
provoca una credulidad masificada, que concluye en riesgosa frustración. La
segunda es generadora de confianza y amistad social.
En las reducciones de
los guaraníes, encontramos una aplicación de ese sistema de gobierno, basado en
la confianza. Ignacio mismo quizá no imaginó esa aplicación que realizarían sus
hijos. Los misioneros lograron ganarse la confianza de los indios y éstos la de
los misioneros.
Hoy se discute sobre la
gobernabilidad del país de los argentinos. Con el sistema “criollo”, que hemos
perfeccionado, esta sociedad no parece viable. El trabajo productivo es
reemplazado por un buen “curro”, el dinero fácil ha creado una mentalidad
especuladora, los “ñoquis” cambian de oficina, pero no de hábito.
Hay una tremenda crisis
de confianza, no sólo respecto del gobierno, sino de todo el sistema y, por
momentos, del país mismo. No obstante ello, son muchos los que desean respirar
aire fresco. En esto pueden ser ayudados por el ejemplo de Ignacio de Loyola,
quien enfrentó a la primera generación de discípulos de Maquiavelo con un
sistema alternativo de gobierno, basado en la confianza, la amistad social, la
participación y la iniciativa personal.
(*) Por Ignacio Pérez
del Viso S.J. para el diario LA NACIÓN, Buenos Aires, 1991 Publicado el Domingo 28
de julio de 1991 en el Diario La Nación
1 comentario:
Este artículo es increíbele! Aprendí mucho de el cuando lo leí en la universidad. Sobre todo una visión clara, con un ejemplo real, de lo que es tener una buena cultura organizacional. Mi agradecimiento total al autor.
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