
Pero un buen día, el horizonte se nos nubló. La persona en la que habíamos puesto nuestra confianza, flaqueó y pareció borrar con el codo todo lo que había escrito con la mano. Y entonces puede ser que nos haya puesto en crisis nuestra fe y nuestro compromiso con la Palabra de Dios.
En varios recodos de mi vida he tenido esta experiencia. Y a veces; si me permitís que te sea sincero - tuve miedo de ser yo esa persona para la vida de los demás. Porque: ¿quién puede estar seguro de que será siempre fiel a la Palabra de Dios que transmite?
No sé como explicártelo, por eso te cuento un caso. Este no es un cuento. Es una parábola real.
Teníamos en el campo una vieja sembradora. Un largo cajón de chapa, pintado de colorado, descansaba sobre el eje que a intermitencias se conectaba con engranajes y otros artilugios que daban a los engranajes, la semilla caía dentro de unos tubos de hojalata articulados en forma de resortes.
De allí saltaba al pequeño surco que justo delante del tubo iban abriendo dos discos de hierro, para ser enseguida tapadas por la tierra que sobre ella tiraban dos patitas que venían más atrás.
En fin: una maravilla de aparato. Al menos así nos parecía a nosotros los niños, para quienes todo lo que fuera mecánica y engranajes nos fascinaba. Sobre todo nos admiraba ver a los mayores que, en los días anteriores a la siembra, armaban y desarmaban bujes, engrasaban ejes y estiraban correas con una sabiduría que nosotros contemplábamos absortos. La sincronización de tantos elementos, que nosotros no lográbamos entender, nos parecía casi cosa de magia. Realmente la sembradora era una gran máquina. Podía sembrar el algodón en surcos equidistantes y en cada surco las plantas guardaban la distancia justa unas con otras. Cuando los mayores insistían en que la máquina ya era vieja y no rendía el trabajo, nosotros los pequeños no entendíamos el por qué.
Pero un año el algodón anduvo muy bien. En casa

La experiencia del derrumbe de nuestra vieja amiga de infancia podría haberme hecho perder el cariño y la fe por los algodonales si no fuera porque los seguía viendo surgir año a año de nuevo en los campos. Porque la verdad del algodón no dependía de la sembradora. Esta había sido simplemente un vehículo para poner en relación las dos cosas verdaderamente importantes: la tierra y la semilla. La verdad del algodonal descansaba en la fertilidad de la tierra y en la fecundidad de la semilla.
La verdad de un compromiso no depende la coherencia de vida del que te lo transmitió. Depende de la fertilidad de la Palabra de Dios y de la fecundidad de tu corazón.
por Mamerto Menapace, publicado en Madera Verde, páginas 81 a 83. Editorial Patria Grande.
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