"Nosotros no poseemos la verdad, es la Verdad quien nos posee a nosotros. Cristo, que es la Verdad, nos toma de la mano". Benedicto XVI
"Dejá que Jesús escriba tu historia. Dejate sorprender por Jesús." Francisco

"¡No tengan miedo!" Juan Pablo II
Ven Espiritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía, Señor, tu Espíritu para darnos nueva vida. Y renovarás el Universo. Dios, que iluminaste los corazones de tus fieles con las luces del Espíritu Santo, danos el valor de confesarte ante el mundo para que se cumpla tu plan divino. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

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lunes, 9 de mayo de 2011

Homilia Apertura 102ª Asamblea Plenaria de la CEA -9 de mayo de 2011 - Cardenal Jorge Mario Bergoglio


Homilía del cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires en la Misa de apertura de la 102ª Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA) (Pilar, 9 de mayo de 2011)

María, la mujer que “está”. Está junto a la cruz de Jesús, (Ju. 19:25), está en medio de los discípulos en el cenáculo (Hech. 1: 14), así nos la presenta hoy la Iglesia como “la mujer que está”. Estuvo presente a lo largo de toda la vida de Jesús y se nos muestra ahora en el inicio mismo de la Iglesia. Los discípulos llegan al cenáculo junto a Ella e, íntimamente unidos, se dedican a la oración esperando la promesa del Padre, tal como Jesús se lo había indicado: “La promesa que yo les he anunciado. Porque Juan bautizó con agua pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días” (Hech. 1: 4-5). La promesa que los hará adultos y les dará fuerza para ser testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra (cfr. Hech 1: 8). La promesa del Paráclito que estará siempre con ellos (cfr. Jn. 14:16), “el Espíritu de la Verdad a quien el mundo no puede recibir” (Ju: 14: 17), “el Paráclito que… les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (Ju 14: 26).

Mientras esa primera comunidad cristiana recordaba y esperaba esta promesa de Jesús reconfortándose unos a otros por la fe que tenían en común (cfr. Rom. 1: 12), María –en su corazón- no podía dejar de evocar aquella otra promesa acaecida décadas atrás: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc. 11: 35) y esa memoria cimentaba la esperanza; el Espíritu Santo, así como lo hizo con ella, lo haría con la Iglesia naciente, la fecundaría para que Cristo fuera dado a luz en cada hombre y mujer que dijese “sí” a la promesa del Señor.

Porque existe una misteriosa relación entre María, la Iglesia y cada alma fiel. María y la Iglesia ambas son madres, ambas conciben virginalmente del Espíritu Santo, ambas dan a luz para Dios Padre una descendencia sin pecado. Y también puede decirse de cada alma fiel. La Sabiduría de Dios lo que dice universalmente de la Iglesia lo dice de modo especial de la Virgen e individualmente de cada alma fiel. (cfr. Isaac del Monasterio de Stella, Sermón 51, PL 194, 1865).

La mujer “que está” señala el camino a la Iglesia y a cada alma para que sean una Iglesia y unas almas “que estén” en espera, abiertas a la venida del Espíritu que defiende, enseña, recuerda, consuela. Ese Espíritu manifiesta la consolación tan esperada por Israel, que ansiaba el corazón de Simeón y de Ana (cfr. Lc. 1: 25) y los condujo hacia el encuentro con Jesús y a su ulterior reconocimiento (Lc. 1: 26) como la salvación, la luz y la gloria.

El Espíritu, anticipo de nuestra herencia (Ef. 1: 14), nos marca con un sello (Ef. 1: 13) y nos unge (cfr. 2 Cor. 1: 21-22). El sello y la unción del Espíritu animan y configuran una Iglesia consolada, un alma consolada. No siempre caemos en la cuenta de que ésta ha de ser nuestra manera habitual de vivir: en consolación espiritual. Aun en los momentos de tribulación no falta, a quien está sellado y ungido por el Espíritu, la honda paz del alma, que es el primer grado de consolación. Los mártires dan testimonio de esto y el mismo Jesús se refirió a esta realidad: “Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí”. (Mt. 5: 11). María, sellada y ungida por el Espíritu Santo, desborda en consolación y alaba al Señor recorriendo la gesta de Dios a través de la historia (cfr. Lc.1: 46-55) y, en su silencio doloroso al pie de la cruz, en la dolorosa paz interior de su paciencia, sigue repitiendo esta gesta de Dios en la historia que, para ella, es fundamento de esperanza.

Me pregunto si, como pastores, estamos acostumbrados a conducir al pueblo de Dios desde la consolación espiritual, aunque estemos desorientados o desolados por situaciones difíciles o contradictorias (cfr. 2 Cor. 1:3-5) Si, como María, le damos lugar en nuestro corazón al Espíritu, que es Paráclito, fuente de consolación, o nos turbamos como le sucedió aquella vez al pueblo de Israel y se estremece nuestro corazón como se estremecen por el viento los árboles del bosque (cfr.. Is. 7: 2). Si nos animamos a abrirnos al consuelo prometido del Señor: “Mantente alerta y no pierdas la calma; no temas y que tu corazón no se intimide” (Is.7: 4). ¡Cuanta fuerza recibe el pueblo fiel de Dios cuando siente que sus pastores lo guían desde la consolación espiritual! Ése es el espíritu que ponía María en medio de los discípulos y los preparaba así a la venida del Espíritu Santo.

María, “la mujer que está,” figura primigenia de la Iglesia y del alma fiel. La mujer que está engendrando a Cristo por la fuerza del Espíritu. La mujer de la paz en medio del dolor y de la tribulación. La mujer que “elevada a la gloria de los cielos, acompaña a la Iglesia peregrina con amor maternal, y con bondad protege sus pasos hacia la patria del cielo, hasta que llegue el día glorioso del Señor” (Prefacio de la Misa de Santa María, Madre de la Iglesia). Así está en Luján, callada, transmitiendo paz y consuelo. Así la vive y la quiere nuestro pueblo fiel que, al mirarla, llora desde su corazón pacificado. Ese pueblo que deja que el Espíritu le marque la ruta hacia Cristo; pueblo sencillo, pobre y humilde que pone su esperanza en el Señor; pueblo que quiere bautizar a sus hijos a los pies de la Madre, pueblo incomprendido por la elites ilustradas, pueblo que para las izquierdas ateas es alienado y para las derechas descreídas, supersticioso; pero para Ella es hijo pecador y fiel, capaz de permitir que el Espíritu Santo le enseñe y recuerde el camino de Jesús.

Y así queremos mirarla nosotros, obispos, en ésta su fiesta: Madre “que está”, y metiéndonos en medio de su pueblo fiel, pedirle la gracia de poder vivir en consolación espiritual, aun en medio de las tribulaciones y, desde ese espíritu de consolación espiritual, conducir al santo pueblo fiel de Dios.



Card. Jorge Mario Bergoglio SJ, arzobispo de Buenos Aires y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina
Pilar, 9 de mayo de 2011. 

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