Lucas
escribió –previa investigación oral (Lucas 1,3)- que la familia de José de
Nazaret, por su ascendencia davídica, se había empadronado en el registro de
los judíos belemitas. Era lo que decían todos sin indagar fechas de archivos.
Esta hoja de identidad de Jesús, con sello de judío en el corazón, le acompañó
en la huida a Egipto y en el regreso a Galilea tras la matanza de “inocentes”
que ordenó Herodes en Belén y sus alrededores.
En
el domicilio perdido de Nazaret, está Sagrada Familia judía –igual que la rama
de Séforis- vivió largos años sin peligros ni sobresaltos, como súbditos del “zorro”
Herodes Antipas –hijo del Grande- que gobernó hasta el año 39 dc. Fue el rey de
Jesús y de todos los habitantes de la Baja Galilea, donde construyó la flamante
capital de Tiberíades, en sustitución de Séforis, Mandaba en Perea también, al
otro lado del Jordán, allí ordenó, años más tarde, el degüello de Juan
Bautista, en el fuerte de Maqueronte. A Jesús, de quien oyó hablar cuando ya
andaba en su misión evangélica (Mateo 14,1), le tenía un reverencial respeto;
luego, cuando podría haberle echado una mano en las hojas del sufrimiento, lo
despreció y se burló de él poniéndole encima un manto de mal gusto (Lucas
23,11).
Jerusalén y el Templo en
el corazón
Arquelao,
hermano de Antipas, era etnarca de Judea y Samaria desde finales de marzo a
comienzos de abril del año 4 ac. Pero los romanos lo depusieron por su
ineptitud al año 6 dc, cuando Jesús contaba unos doce años. Al subir esa
primavera al Templo con sus padres –como de costumbre (Lucas 2,41-50)- para
celebrar la Pascua, el cruel gobernante había caído ya en desgracia y estaba
quizá en su destierro de las Galias. Se instala en Judea el régimen directo de
Roma bajo el primer procurador, Caponio (6-8 dc.). Según Flavio Josefo, era
Quirino el legado de Siria. Y comienza también por entonces el sumo sacerdote
de Anás (6-15 dc). En estas circunstancias, quizá con más libertad que en los
días de Arquelao, el adolescente hijo de María razonó con los doctores del
Templo (Lucas 2,43-48), como ocasión tal vez del rito del Bar Mitzvah o mayoría
religiosa de edad.
Los
judíos, perdida su condición política independiente, son ahora simples vasallos
de la provincia procuratorial de Judea, con capital en Cesarea del Mar (6-41),
hasta el reinado de Agripa I.
Mientras
tanto, la vida de Jesús transcurrió en Galilea. Al final de su ministerio,
cuando subió a la Ciudad Santa para las Pascuas del trienio 28-30 (Juan
2,13-24; 5,1-18; 12,12-19), el prefecto de Judea era ya Poncio Pilato (26-36
dc.). En el último viaje a Jerusalén, en el año 30, el Galileo es condenado.
Sus discípulos, a pesar de que en esas fechas el monte de los Olivos se
convertía en una pequeña “Galilea de peregrinos”, son menospreciados por su
naturaleza y acento galileo (Mateo 26,69-73).
Roma,
por su parte, tampoco olvidaba que la oposición frontal al censo –con miras a
los impuestos- había sido protagonizada por Judas, otro galileo, el fundador de
los zelotas. Estos, pese a sus divisiones internas, tuvieron en vilo durante setenta años
a los ejércitos de ocupación, hasta llegar a hacerse con el control del país
(66 dc.). Al fin, acorralados en Masada, decidieron suicidarse (73 dc.).
Los
galileos desde muy atrás, habían hecho alarde de ariscos y guerrilleros, quizá
por su posición de fronterizos y por no haberse nunca comprometido del todo con
la causa de los judíos. Pero unos y otros coincidían en el rechazo de los
conquistadores, en especial en no aceptar el duro gravamen que comportaban la
sumisión (Mateo 22,17). Ni Juan Bautista (judío de Ain-Korem), ni Jesús
(galileo de Nazaret) tenían nada que ver con el movimiento de los zelotas. En
la línea de los profetas, se limitaron a pronosticar la ruina de la ciudad y de
la nación, como consecuencia de un juicio divino. A ambos les dolía en el
corazón lo que podía afectar a Jerusalén, centro del culto a Yaveh. Juan se
dirige a todo Israel y le pide un cambio profundo; pecadores, prostitutas,
soldados, publicanos, escribas y fariseos (Lucas 3,12-14; Mateo 21,32), todos –incluso
el etnarca Antipas- deben dejar su mala vida (Marcos 6,18; Lucas 3,19) si
desean evitar una catástrofe cuya índole no especifica. Les exige una moralidad
basada en la justicia social (Lucas 3,11-14).
Jesús
desapercibido entre las multitudes que acuden al Jordán, respalda la
predicación de Juan. Con ello se opone a cuantos rechazan su bautismo: esenios,
saduceos, escribas y fariseos. Como el Bautista, se mueve en la óptica del
juicio de Dios contra Israel. Y se atreve a sugerir que el instrumento de Dios
van a ser los dominadores, sin mencionar a los romanos. Es más explícito que su
precursor. Habla de enemigos, de ejércitos y de ruinas de Jerusalén (Lucas
19,43-44; 21, 20-23; 23,28). Y como buen judío, llora de corazón al pensar que
no quedará piedra sobre piedra (Lucas 19,41).
Mesías rechazado en
Nazaret
Jesús,
como tantos galileos, subió a Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos del
año 3. Pero llegó solo, más tarde que sus parientes y discípulos (Juan capítulo
7). El revuelo fue enorme: “¿Cómo es posible –se decían- que este hombre sepa
tanto sin haber estudiado?” (Juan 5,15). Hubo opiniones para todos los gustos,
sobre todo cuando –el día último de la fiesta- se dio a la muchedumbre con
estas palabras: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Juan 7,37). Unos lo
aceptaban como Mesías, pero otros replicaban: “¿Acaso va a venir el Mesías de
Galilea?” (Juan 7,41). Y argüían en réplica a Nicodemo: “Investiga las
Escrituras y llegarás a la conclusión de que jamás han surgido profetas de
Galilea” (Juan 7,52). Ya antes, de buena fe, Natanael de Caná razonaba de modo
parecido: “¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Juan 2,46). Para él, se trataba
simplemente del “hijo de José de Nazaret”.
Sin
embargo, ese Jesús de Nazaret había vivido 30 años con su madre, que todo “lo
guardaba y lo meditaba en su corazón” (Lucas 2,51). Y él mismo, entretanto,
preparaba la lección de las bienaventuranzas y de la cruz, para cumplir la
voluntad del Padre.
Su
amor a Galilea queda patente sobre todo en esos dos años largos de
evangelización por “las aldeas del contorno” (Marcos 6,6) y alrededor del lago
de Genezaret: parábolas, panes y peces multiplicados por la compasión hacia las
ovejas sin pastor, milagros de bodas y curaciones en cadena. Todo para los
pobres, que constituyen su auditorio habitual.
Un
día regresaba de Judea a Galilea y cruzó Samaría por el pozo de Jacob. Y que le pidió de beber a una mujer de Sicar. Ella torció el diálogo y lo condujo a la
cuestión batallona: “¿No eres tú judío? ¿Y cómo te atreves a pedirme agua a mí,
que soy samaritana? (Juan 4,9). Juan subraya que los judíos y samaritanos no se
trataban. Y ella pasó a la segunda cuestión, la del templo del Garizím o de
Jerusalén.
Jesús,
sin responderle directamente, la ataja diciéndole: “Nosotros, los judíos, sabemos
lo que adoramos, porque la salvación viene de los judíos” (Juan 4,22). No
olvides que “Dios es espíritu y los que le adoran deben hacerlo en espíritu y
en verdad” (Juan 4,24). Y antes de curarle el corazón de las heridas de los
siete maridos, le descubrió toda la verdad, sin aclararle que él era galileo y
empadronado en Judea: “El Mesías soy yo, el mismo que está hablando contigo”
(Juan 4,26). Su viaje prosiguió a Galilea, donde se había escogido los primeros
discípulos para hacerlos “pescadores de hombres” (Marcos 1,17).
Cafarnaún
fue su segunda ciudad. Pero volvió un día a su pueblo, acompañado de sus
discípulos, quizá pensando incrementarlos. Llegó el sábado y se puso a enseñar
en la sinagoga ante el asombro de sus paisanos, que se miraban atónitos: “¿No
es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, de José de Judas
y de Simón? ¿Y sus hermanas no están aquí entre nosotros? (Marcos 6,3).
No
pudo hacer allí ningún milagro por la falta de fe, porque “un profeta sólo es
despreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa” (Marcos 6,4). Donde
esperaba hallar aliento y colaboración, sólo encontró la indiferencia y la
hostilidad.
Sinedrio y pretorio
contra Jesús
También
en Jerusalén –y en proceso doble- será rechazado el nazareno. La audiencia
judía y el pretorio romano tuvieron el oprobio de dos nombres que manchan el
pie de sendas sentencias contra el mismo reo. Caifás firmó como el número uno
de los 71 miembros del sanedrín, pues era el Sumo sacerdote; Pilato, como
prefecto de la provincia procuratorial de Judea. El firmante pagano –la voz de
Roma- estaba escasamente al tanto del caso y pretende eludir la responsabilidad
apenas iniciado el interrogatorio. Se acaba de enterar de que Jesús es galileo
y quiere remitirlo a la jurisdicción de Antipas, también peregrino por aquellos
días en Jerusalén (Lucas 23,7-11). Pero el “raposo” esquivó la trampa y la
causa siguió su cause territorial.
A
dos milenios de lejanía, los factores concurrentes presentan aún notable
confusión, porque acusadores y magistrados tienen –tuvieron- escaso interés por
la verdad. Y un proceso así da la sensación de una trágica frivolidad. El
popular enjuiciado les resulta incómodo a ambos bandos y había que eliminarlo a
cualquier precio. De parte hebrea, el verdadero motivo de la acusación era la
envidia y los celos por enorme prestigio que Jesús había adquirido ante la
gente del pueblo. De parte romana, se temía a los tumultos y a las rebeliones
de que venían acompañadas las apariciones de los supuestos mesías.
Se
tuercen los cargos contra un reo que, se niega a plantear su defensa y opta por
el silencio. La acusación particular de los sacerdotes –no hay fiscal de
oficio- podía haber alegado contra Jesús una doble motivación, válida al menos
de puertas adentro del sinedrio:: la violación deliberada del sábado y el
ejercicio de la magia al servirse del poder de Satanás para expulsar demonios.
Pero, de hecho, no proceden así, sino que insistenen que el galileo ha
promovido disturbios, ha blasfemado al hacerse mesías e hijo de Dios y, sobre
todo, se declara rey de los judíos. Los romanos hubieran deseado pruebas de que
aconsejaba la oposición a Roma en materia de tributos. Pero el Maestro fue un
lince cuando zelotas y herodianos le tendieron el lazo con preguntas capciosas;
supo distinguir netamente entre derechos de Dios y de Tiberio. No había, pues,
otro asidero que la peligrosidad de un nuevo rey, competidor del emperador. Es
lo único que tuvieron en cuenta a la hora de la condena.
Hoy,
al dilucidar el grado de responsabilidad de los dos tribunales, sólo queda
clara la colaboración en el arresto y, por tanto, en la sentencia y ejecución.
Si Caifás resume el punto de vista judío afirmando que “es mejor que muera uno
en lugar de todos (Juan 18,14). A los procuradores les molestaban los líderes
inconformistas.
Por
eso Pilato apoyó dos traiciones: autorizó soldados para que Judas pudiera poner
al Maestro en manos del sinedrio y aceptó la posterior entrega al brazo
secular. Con un “¡allá vosotros!” se lava farisaicamente las manos al darle
Caifás en bandeja lo que tanto deseaba.
Al
final Jesús, abandonado de todos, muere en la cruz. Su horrenda muerte es “otro”
proceso contra la sinagoga de Nazaret, el sinedrio y el pretorio. El “test”
alcanza también a los suyos, salvo rara excepción, pues uno lo traicionó, otro renegó
de él y los demás huyeron. El Crucificado superó la prueba con la sola
presencia de su madre, el discípulo Amado y un puñado de mujeres. El juicio de
Dios los convierte en la verdad silenciosa que juzga a la humanidad.
El letrero trilingüe de
la cruz
Jesús
nunca dijo “Yo soy el rey de los judíos”, como quedó escrito en tres lenguas –y
refrendado- sobre la cabecera del madero. Eco del acta de condena, la frase es
fruto burlón del sarcasmo de los ejecutores. Si no llegó a los archivos de
Roma, quedó anotada en los escritos evangélicos (Mateo 27,37; Marcos 15,26;
Lucas 23,36; Juan 19,19).
Tal
vez Pilato, a resueltas de su desconocimiento ante el “misterio” y el silencio
de Jesús, llegó a creer que el nazareno había usurpado para sí el título de “rey”.
Por eso lo llamó aparte y le hizo la pregunta concreta: “¿Eres tú el rey de los
judíos? ¿Eres rey?” (Juan 18,33-37). Jesús fue con él igualmente claro, aunque
el romano no le entendiera: “Mi reino no es de este mundo; pero soy rey. Como tú
dices. Mi misión es dar testimonio de la verdad. Para eso vine al mundo” (Juan
18,36-37). Más amilanado, el prefecto repitió por mero automatismo eso que
acababa de oír: “¡La verdad! ¿Qué es la verdad? (Juan 18,38). Y sin aclarar
más, autorizó el tormento de los azotes. Al que los soldados añadieron la
corona de espinas, el manto de púrpura, las bofetadas y el saludo de befa: “¡Salve,
rey de los judíos!” (Juan 19,1-3). Crecía mientras tanto el barullo mental en
el juez politeísta por la última declaración: el reo –pensaba- acaba de
definirse como hijo de un dios y como rey. ¿Es un blasfemo? ¿Será un rival
frente al emperador? Por eso volvió a citarlo en privado: “¿De dónde eres tú?”
(Juan 18,9). Jesús ya no contestó. Respiró hondo el prefecto y le amenazó
autoritariamente: “¿No sabes que yo puedo dejarte en libertad o mandar que te
claven en una cruz?” (Juan 19,10).
Incapaz
de ser generoso, un asalto definitivo de los judíos echó al juez contra las cuerdas:
“Si lo sueltas, no eres amigo del César” (Juan 19,12). Aún por dos veces,
Pilato les restregó lo de “vuestro rey” (vv. 14 y 15), pero cedió y se lo
entregó para que lo crucificaran. Era la cita de todas las paradojas.
El
Nazareno es condenado por las autoridades judías, las romanas y un grupo
exaltado del pueblo. El resto –los inocentes- no se enteraron o estaban en la
diáspora. La presunta buena voluntad de Pilato queda en entredicho por su
actitud equívoca –de innoble neutralidad oportunista- ante la verdad. Lo
último, en un representante de Roma, era verse reducido a una marioneta cuyos
hilos movía a su antojo la habilidad de los prestidigitadores hebreos. Pero,
ante la historia, ni los unos ni los otros podrán nunca lavarse las manos. Otra
es que sepan perdonar los creyentes.
Félix del Buey, ofm
.
Revista “Tierra
Santa” Nº 753 páginas 15 a 20 año 2002
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