13 de Septiembre
San Juan Crisóstomo
Patrono de los predicadores
Año 407
Patrono de los predicadores
Año 407
A
este santo arzobispo de Constantinopla, la gente le puso el apodo de
"Crisóstomo" que significa: "boca de oro", porque
sus predicaciones eran enormemente apreciadas por sus oyentes. Es el
más famoso orador que ha tenido la Iglesia. Su oratoria no ha sido
superada después por ninguno de los demás predicadores.
Nació en Antioquía (Siria) en el año
347. Era hijo único de un gran militar y de una mujer virtuosísima,
Antusa, que ha sido declarada santa también.
A los 20 años Antusa quedó viuda y
aunque era hermosa renunció a un segundo matrimonio para dedicarse por
completo a la educación de su hijo Juan.
Desde sus primeros años el jovencito
demostró tener admirables cualidades de orador, y en la escuela causaba
admiración con sus declamaciones y con las intervenciones en las
academias literarias. La mamá lo puso a estudiar bajo la dirección de
Libanio, el mejor orador de Antioquía, y pronto hizo tales progresos,
que preguntado un día Libanio acerca de quién desearía que fuera su
sucesor en el arte de enseñar oratoria, respondió: "Me gustaría
que fuera Juan, pero veo que a él le llama más la atención la vida
religiosa, que la oratoria en las plazas".
Juan deseaba mucho irse de monje al
desierto, pero su madre le rogaba que no la fuera a dejar sola. Entonces
para complacerla se quedó en su hogar pero convirtiendo su casa en un
monasterio, o sea viviendo allí como si fuera un monje, dedicado al
estudio y la oración y a hacer penitencia.
Cuando su madre murió se fue de monje al
desierto y allá estuvo seis años rezando, haciendo penitencias y
dedicándose a estudiar la S. Biblia. Pero los ayunos tan prolongados,
la falta total de toda comodidad, los mosquitos, y la impresionante
humedad de esos terrenos le dañaron la salud, y el superior de los
monjes le aconsejó que si quería seguir viviendo y ser útil a la
sociedad tenía que volver a la ciudad, porque la vida de monje en el
desierto no era para una salud como la suya.
El llegar otra vez a Antioquía fue
ordenado de sacerdote y el anciano Obispo Flaviano le pidió que lo
reemplazara en la predicación. Y empezó pronto a deslumbrar con sus
maravillosos sermones. La ciudad de Antioquía tenía unos cien mil
cristianos, los cuales no eran demasiado fervorosos. Juan empezó a
predicar cada domingo. Después cada tres días. Más tarde cada día y
luego varias veces al día. Los templos donde predicaba se llenaban de
bote en bote. Frecuentemente sus sermones duraban dos horas, pero a los
oyentes les parecían unos pocos minutos, por la magia de su oratoria
insuperable. La entonación de su voz era impresionante. Sus temas,
siempre tomados de la S. Biblia, el libro que él leía día por día, y
meditaba por muchas horas. Sus sermones están coleccionados en 13
volúmenes. Son impresionantemente bellos.
Era un verdadero pescador de almas.
Empezaba tratando temas elevados y de pronto descendía rápidamente
como un águila hacia las realidades de la vida diaria. Se enfrentaba
enardecido contra los vicios y los abusos. Fustigaba y atacaba
implacablemente al pecado. Tronaba terrible su fuerte voz contra los que
malgastaban su dinero en lujos e inutilidades, mientras los pobres
tiritaban de frío y agonizaban de hambre.
El pueblo le escuchaba emocionado y de
pronto estallaba en calurosos aplausos, o en estrepitoso llanto el cual
se volvía colectivo e incontenible. Los frutos de conversión eran
visibles.
El
emperador Teodosio decretó nuevos impuestos. El pueblo de Antioquía se
disgustó y por ello armó una revuelta y en el colmo de la trifulca
derribaron las estatuas del emperador y de su esposa y las arrastraron
por las calles. La reacción del gobernante fue terrible. Envió su
ejército a dominar la ciudad y con la orden de tomar una venganza
espantosa. Entre la gente cundió la alarma y a todos los invadió el
terror. El Obispo se fue a Constantinopla, la capital, a implorar el
perdón del airado emperador y las multitudes llenaron los templos
implorando la ayuda de Dios.
Y fue entonces cuando Juan Crisóstomo
aprovechó la ocasión para pronunciar ante aquel populacho sus
famosísimos "Discursos de las estatuas" que conmovieron
enormemente a sus miles de oyentes logrando conversiones. Esos 21
discursos fueron quizás los mejores de toda su vida y lo hicieron
famoso en los países de los alrededores. Su fama llegó hasta la
capital del imperio. Y el fervor y la conversión a que hizo llegar a
sus fieles cristianos, obtuvieron que las oraciones fueran escuchadas
por Dios y que el emperador desistiera del castigo a la ciudad.
En el año 398, habiendo muerto el
arzobispo de Constantinopla, le pareció al emperador que el mejor
candidato para ese puesto era Juan Crisóstomo, pero el santo se sentía
totalmente indigno y respondía que había muchos que eran más dignos
que él para tan alto cargo. Sin embargo el emperador Arcadio envió a
uno de sus ministros con la orden terminante de llevar a Juan a
Constantinopla aunque fuera a la fuerza. Así que el enviado oficial
invitó al santo a que lo acompañara a las afueras de la ciudad de
Antioquía a visitar las tumbas de los mártires, y entonces dio la
orden a los oficiales del ejército de que lo llevaran a Constantinopla
con la mayor rapidez posible, y en el mayor secreto porque si en
Antioquía sabían que les iban a quitar a su predicador se iba a formar
un tumulto inmenso. Y así fue que tuvo que aceptar ser arzobispo.
Apenas posesionado de su altísimo cargo
lo primero que hizo fue mandar quitar de su palacio todos los lujos. Con
las cortinas tan elegantes fabricaron vestidos para cubrir a los pobres
que se morían de frío. Cambió los muebles de lujo por muebles
ordinarios, y con la venta de los otros ayudó a muchos pobres que
pasaban terribles necesidades. El mismo vestía muy sencillamente y
comía tan pobremente como un monje del desierto. Y lo mismo fue
exigiendo a sus sacerdotes y monjes: ser pobres en el vestir, en el
comer, y en el mobiliario, y así dar buen ejemplo y con lo que se
ahorraba en todo esto ayudar a los necesitados.
Pronto, en sus elocuentes sermones
empezó a atacar fuertemente el lujo de las gentes en el vestir y en sus
mobiliarios y fue obteniendo que con lo que muchos gastaban antes en
vestidos costosísimos y en muebles ostentosos, lo empezaran a emplear
en ayudar a la gente pobre. El mismo daba ejemplo en esto, y la gente se
conmovía ante sus palabras y su modo tan pobre y mortificado de vivir.
En aquellos tiempos había una ley de la
Iglesia que ordenaba que cuando una persona se sentía injustamente
perseguida podía refugiarse en el templo principal de la ciudad y que
allí no podían ir las autoridades a apresarle. Y sucedió que una
pobre viuda se sintió injustamente perseguida por la emperatriz Eudoxia
y por su primer ministro y se refugió en el templo del Arzobispo. Las
autoridades quisieron ir allí a apresarla pero San Juan Crisóstomo se
opuso y no lo permitió. Esto disgustó mucho a la emperatriz. Y unos
meses más tarde Eudoxia peleó con su primer ministro y se propuso
echarlo a la cárcel. Él corrió a refugiarse en el templo del
arzobispo y aunque la policía de la emperatriz quiso llevarlo preso,
San Juan Crisóstomo no lo permitió. El ministro que antes había
querido llevarse prisionera a una pobre mujer y no pudo, porque el
arzobispo la defendía, ahora se vio él mismo defendido por el propio
santo. Eudoxia ardía de rabia por todo esto y juraba vengarse pero el
gran predicador gritaba en sus sermones: "¿Cómo puede pretender
una persona que Dios le perdone sus maldades si ella no quiere perdonar
a los que le han ofendido?"
Eudoxia se unió con un terrible enemigo
que tenía Crisóstomo, y era Teófilo de Alejandría. Este reunió un
grupo de los que odiaban al santo y entre todos lo acusaron de un
montón de cosas. Por ej. Que había gastado los bienes de la Iglesia en
repartir ayudas a los pobres. Que prefería comer solo en vez de ir a
los banquetes. Que a los sacerdotes que no se portaban debidamente los
amenazaba con el grave peligro que tenían de condenarse, y que había
dicho que la emperatriz, por las maldades que cometía, se parecía a la
pérfida reina Jetzabel que quiso matar al profeta Elías, etc., etc.
Al oír estas acusaciones, el emperador,
atizado por su esposa Eudoxia, decretó que Juan quedaba condenado al
destierro. Al saber tal noticia, un inmenso gentío se reunió en la
catedral, y Juan Crisóstomo renunció uno de sus más hermosos
sermones. Decía: "¿Qué me destierran? ¿A qué sitio me podrán
enviar que no esté mi Dios allí cuidando de mí? ¿Qué me quitan mis
bienes? ¿Qué me pueden quitar si ya los he repartido todos? ¿Qué me
matarán? Así me vuelvo más semejante a mi Maestro Jesús, y como El,
daré mi vida por mis ovejas..."
Ocultamente fue enviado al destierro,
pero sobrevino un terremoto en Constantinopla y llenos de terror los
gobernantes le rogaron que volviera otra vez a la ciudad, y un inmenso
gentío salió a recibirlo en medio de grandes aclamaciones.
Eudoxia, Teófilo y los demás enemigos
no se dieron por vencidos. Inventaron nuevas acusaciones contra Juan, y
aunque el Papa de Roma y muchos obispos más lo defendían, le enviaron
desterrado al Mar Negro. El anciano arzobispo fue tratado brutalmente
por algunos de los militares que lo llevaban prisionero, los cuales le
hacían caminar kilómetros y kilómetros cada día, con un sol
ardiente, lo cual lo debilitó muchísimo. El trece de septiembre,
después de caminar diez kilómetros bajo un sol abrasador, se sintió
muy agotado. Se durmió y vio en sueños que San Basilisco, un famoso
obispo muerto hacía algunos años, se le aparecía y le decía:
"Animo, Juan, mañana estaremos juntos". Se hizo aplicarlos
últimos sacramentos; se revistió de los ornamentos de arzobispo y al
día siguiente diciendo estas palabras: "Sea dada gloria a Dios por
todo", quedó muerto. Era el 14 de septiembre del año 404.
Eudoxia murió unos días antes que él,
en medio de terribles dolores.
Al año siguiente el cadáver del santo
fue llevado solemnemente a Constantinopla y todo el pueblo, precedido
por las más altas autoridades, salió a recibirlo cantando y rezando.
El Papa San Pío X nombró a San Juan
Crisóstomo como Patrono de todos los predicadores católicos del mundo.
Que Dios nos siga enviando muchos
predicadores como él.
¿Si Dios está con nosotros, quién
podrá contra nosotros? (San Pablo Rom.8).
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