Catequesis de los miercoles del Papa Benedicto XVI
24 de Octubre de 2012
Texto en español completo
Queridos hermanos:
El pasado miércoles, con el comienzo del Año de la Fe, comencé una nueva serie de catequesis sobre la fe. Hoy quisiera reflexionar con ustedes sobre lo elemental:
¿Qué es la fe? ¿Tiene sentido la fe en un mundo donde la ciencia y la
tecnología han abierto nuevos horizontes hasta hace poco impensables?
¿Qué significa creer hoy en día?
En efecto, en nuestro tiempo es necesaria una educación renovada en
la fe, que abarque el conocimiento de sus verdades y de los
acontecimientos de la salvación, pero que, en primer lugar, nazca de un
verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarlo, de confiar en Él,
de modo que abrace toda nuestra vida.
En la actualidad, junto con tantos signos buenos, crece también en
nuestro alrededor un desierto espiritual. A veces, se tiene la sensación
–ante ciertos acontecimientos de los que recibimos noticias cada día–
de que el mundo no se encamina hacia la construcción de una comunidad
más fraterna y pacífica, las mismas ideas de progreso y bienestar
muestran también sus sombras.
A pesar de la grandeza de los descubrimientos de la ciencia y de los
avances de la tecnología, el hombre de hoy no parece ser verdaderamente
más libre, más humano, permanecen todavía muchas formas de explotación,
de manipulación, de violencia, de opresión, de injusticia.
Además, un cierto tipo de cultura ha educado a moverse sólo en el
horizonte de las cosas, en aquello que es posible, a creer sólo en lo
que vemos y tocamos con nuestras manos. Pero por otro lado, aumenta
también el número de personas que se sienten desorientadas y que tratan
de ir más allá de una visión puramente horizontal de la realidad, que
están dispuestas a creer en todo y en aquello que es su contrario.
En este contexto, surgen nuevamente algunas preguntas fundamentales,
que son mucho más concretas de lo que parecen ser a primera vista: ¿Qué
sentido tiene vivir? ¿Hay futuro para el hombre, para nosotros y para
las generaciones futuras? ¿En qué dirección orientar las decisiones de
nuestra libertad para lograr un resultado bueno y feliz ¿Qué nos espera
más allá de la muerte?
De estas preguntas que no se pueden apagar, emerge cómo es que el
mundo de la planificación, del cálculo exacto y de la experimentación,
en una palabra, el conocimiento de la ciencia, si bien son importantes
para la vida humana, no es suficiente.
Nosotros necesitamos no sólo el pan material, necesitamos amor,
sentido y esperanza, un fundamento seguro, un terreno sólido que nos
ayude a vivir con un sentido auténtico, incluso en la crisis, en la
oscuridad, en las dificultades y problemas cotidianos. La fe nos dona
precisamente esto: en una confiada entrega a un "Tú", que es Dios, que
me da una certeza diferente, pero no menos sólida que la que proviene
del cálculo exacto o de la ciencia.
La fe no es un mero asentimiento intelectual del hombre a las
verdades particulares sobre Dios, es un acto con el cual me entrego
libremente a un Dios que es Padre y que me ama, es adhesión a un "Tú"
que me da esperanza y confianza. Ciertamente, esta unión con Dios no
carece de contenido: con ella, sabemos que Dios se ha revelado a
nosotros en Cristo, que hizo ver su rostro y se acercó realmente a cada
uno de nosotros.
Aún más, Dios ha revelado que su amor al hombre, a cada uno de nosotros no tiene medida: en la Cruz,
Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre nos muestra, de la forma
más luminosa, hasta dónde llega este amor, hasta darse a sí mismo hasta
el sacrificio total.
Con el misterio de la muerte y resurrección
de Cristo, Dios desciende hasta el fondo de nuestra humanidad, para
llevarla nuevamente hacia Él, para elevarla hasta que alcance su altura.
La fe es creer en este amor de Dios, que nunca falla ante la maldad de
los hombres, ante el mal y la muerte, sino que es capaz de transformar
todas las formas de esclavitud, brindando la posibilidad de la
salvación.
Tener fe, entonces, es encontrar a ese "Tú," a Dios, que me sostiene y
me concede la promesa de un amor indestructible, que no sólo aspira a
la eternidad, sino que la da; es entregarme a Dios con la actitud
confiada de un niño, que sabe que todas sus dificultades y todos sus
problemas están a salvo en el "tú" de la madre.
Y esta posibilidad de la salvación por medio de la fe es un don que
Dios ofrece a todos los hombres. Creo que deberíamos meditar más a
menudo –en nuestra vida cotidiana, caracterizada por problemas y
situaciones a veces dramáticas– sobre el hecho de que creer
cristianamente implica ese entregarme con confianza al sentido profundo
que me sostiene –a mí y al mundo– ese sentido que no somos capaces de
darnos nosotros mismos, sino que sólo podemos recibir como don, y que es
el cimiento sobre el cual podemos vivir sin miedos.
Y debemos ser capaces de proclamar y anunciar esta certeza liberadora
y tranquilizadora de la fe, con palabras y nuestras acciones para
mostrarla con nuestra vida como cristianos.
A nuestro alrededor, sin embargo, vemos cada día que muchas personas
son indiferentes o se niegan a aceptar este anuncio. Al final del
Evangelio de Marcos, hoy tenemos palabras duras del Resucitado que nos
dice: "El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se
condenará". (Marcos 16:16). Se perderá a sí mismo. Los invito a
reflexionar sobre esto.
La confianza en la acción del Espíritu Santo, siempre nos debe
empujar a predicar el Evangelio, a dar testimonio valiente de la fe;
pero, además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la
fe, también existe el riesgo de rechazo del Evangelio, de no querer
recibir el encuentro vital con Cristo.
San Agustín ya ponía este problema en un comentario sobre la parábola
del sembrador: "Nosotros hablamos –decía– tiramos la semilla,
esparcimos la semilla. Hay quienes desprecian, hay los que critican, los
que se burlan. Si les tememos, no tenemos nada que sembrar y el día de
la cosecha perderemos la cosecha. Así pues, venga la semilla de la buena
tierra". (Discursos sobre la disciplina cristiana, 13,14: PL 40,
677-678).
El rechazo, por lo tanto, no nos debe desalentar. Como cristianos,
somos testigos de este suelo fértil, nuestra fe, incluso dentro de
nuestros límites, demuestra que hay buena tierra, donde la semilla de la
Palabra de Dios produce frutos abundantes de justicia, paz y amor, de
nueva humanidad, de salvación. Y toda la historia de la Iglesia, con todos los problemas, demuestra también que existe la tierra buena, existe la semilla buena que da fruto.
Pero preguntémonos: ¿de dónde saca el hombre aquella apertura de
corazón y de la mente para creer en el Dios que se ha hecho visible en
Jesucristo, muerto y resucitado, para recibir su salvación, para que Él y
su Evangelio sean la guía y la luz de la existencia?
Respuesta: podemos creer en Dios porque Él viene a nosotros y nos
toca, porque el Espíritu Santo, don del Señor resucitado, nos hace
capaces de acoger el Dios vivo. La fe es, pues, ante todo un don
sobrenatural, un don de Dios.
El Concilio Vaticano II
afirma, cito: "para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios,
que proviene y ayuda, y son necesarios los auxilios internos del
Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los
ojos de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la
verdad" (Constitución dogmática. Dei Verbum, 5).
La base de nuestro camino de fe es el bautismo, el sacramento que nos
da el Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios en Cristo, y marca la
entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia: no se cree, sin prevenir
la gracia del Espíritu; y no creemos solos, sino junto con los hermanos.
A partir del Bautismo cada creyente está llamado a revivir y hacer su
propia confesión de fe, junto con sus hermanos.
La fe es un don de Dios, pero también es un acto profundamente humano y libre. El Catecismo de la Iglesia Católica
lo dice claramente: "Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios
interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un
acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la
inteligencia del hombre". (n. 154).
Es más, las implica y los exalta, en una apuesta de vida que es como
un éxodo, es decir: un salir de sí mismos, de los propias seguridades,
de los propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que
nos muestra su camino para con seguir la verdadera libertad, nuestra
identidad humana, la verdadera alegría de corazón, la paz con todos.
Creer es confiarse libremente y con alegría al plan providencial de
Dios en la historia, como lo hizo el patriarca Abraham, como lo hizo
María de Nazaret. La fe es, pues, un consentimiento con el que nuestra
mente y nuestro corazón dicen su "sí" a Dios, confesando que Jesús es el
Señor. Y este "sí" transforma la vida, le abre el camino hacia una
plenitud de sentido, que la hace nueva, rica de alegría y esperanza
fiable.
Queridos amigos, nuestro tiempo requiere cristianos que han sido
aferrados por Cristo, que crezcan en la fe a través de la familiaridad
con las Sagradas Escrituras y los Sacramentos.
Personas que sean casi como un libro abierto que narra la experiencia
de la vida nueva en el Espíritu, la presencia del Dios que nos sostiene
en el camino y nos abre a la vida que no tendrá fin.
Gracias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario