Catequesis de los miércoles 14 de Noviembre de 2012
del Papa Benedicto XVI
del Papa Benedicto XVI
sobre las tres vías que conducen a Dios
El miércoles pasado, meditamos sobre el deseo de Dios que el ser
humano lleva en lo más profundo de sí mismo. Hoy me gustaría seguir
profundizando con ustedes este aspecto y meditando brevemente sobre
algunas vías para llegar al conocimiento de Dios:
Pero quisiera recordar que la iniciativa de Dios precede siempre
cualquier iniciativa del hombre, y también en el camino hacia Él, es Él
el primero que nos ilumina, nos orienta y guía, respetando nuestra
libertad. Así como es siempre Él, el que nos hace entrar en intimidad
con Él mismo, revelándose y donándonos la gracia de poder acoger esta
revelación en la fe.
No olvidemos nunca la experiencia de San Agustín: "no somos nosotros
los que poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la
Verdad la que nos busca y nos posee".
Pero, hay vías que pueden abrir el corazón del hombre al conocimiento
de Dios, hay signos que conducen a Dios. Por supuesto, a menudo
corremos el riesgo de quedar deslumbrados, por el brillo de la
mundanidad, que nos hace menos capaces de recorrer algunos caminos o de
leer esos signos.
Sin embargo, Dios no se cansa de buscarnos, es fiel al hombre que ha
creado y redimido, permanece cerca de nuestras vidas, porque nos ama.
Ésta es una certeza que nos debe acompañar todos los días, a pesar de
que ciertas mentalidades difusas dificulten la misión de la Iglesia
y de los cristianos de comunicar la alegría del Evangelio a todas las
criaturas y de conducir a todos al encuentro con Jesús, único Salvador
del mundo.
Sin embargo, ésta es nuestra misión, es la misión de la Iglesia y
cada creyente debe vivirla con alegría, sintiéndola como propia, a
través de una vida
verdaderamente animada por la fe y marcada por la caridad, por el
servicio a Dios y a los demás, y capaz de irradiar esperanza. Esta
misión resplandece sobre todo en la santidad, a la que todos estamos
llamados.
Hoy en día, sabemos que no faltan dificultades y pruebas para la fe, a
menudo poco comprendida, contestada y rechazada. San Pedro –como hemos
escuchado– dijo a sus cristianos: "Estén siempre dispuestos a defenderse
delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes
tienen. Pero háganlo con suavidad y respeto" (1 Pe 3, 15-16).
En el pasado, en Occidente, una sociedad que se consideraba
cristiana, la fe era el ambiente en el que todos se movían, la
referencia y la adhesión a Dios eran, para la mayoría de la gente, parte
de la vida cotidiana. Más bien, el que no creía, sentía que debía
justificar su incredulidad. En nuestro mundo, la situación ha cambiado
y, cada vez más, el creyente debe ser capaz de dar razón de su fe. El
Beato Juan Pablo II, en su Encíclica Fides et Ratio,
hizo hincapié en cómo la fe está puesta a prueba, también en la época
contemporánea, atravesada por formas sutiles e insidiosas de ateísmo
teórico y práctico (cf. nn. 46-47).
A partir del Iluminismo, la crítica contra la religión se ha
intensificado; la historia se ha caracterizado también por la presencia
de sistemas ateos, en los que se consideraba a Dios como una mera
proyección del espíritu humano, una ilusión, y el producto de una
sociedad distorsionada por tantas alienaciones.
El siglo pasado ha sido testigo de un fuerte proceso de secularismo,
en nombre de la autonomía absoluta del hombre, considerado como medida
artífice de la realidad, pero empobrecido por su ser criatura "a imagen y
semejanza de Dios". En nuestro tiempo, se ha verificado un fenómeno
particularmente peligroso para la fe: hay una forma de ateísmo que
definimos, precisamente, "práctico", que no niega las verdades de la fe o
los ritos religiosos, sino que simplemente los considera sin
importancia para la vida cotidiana, separados de la vida, inútil.
A menudo, entonces, se cree en Dios de una manera superficial, y se
vive "como si Dios no existiera" (etsi Deus no daretur). Al final, sin
embargo, esta forma de vida es aún más destructivo, porque conduce a la
indiferencia ante la fe y la cuestión de Dios.
En realidad, el hombre separado de Dios, se reduce a una sola
dimensión, la horizontal, y precisamente este reduccionismo es una de
las causas fundamentales de los totalitarismos, que han tenido
consecuencias trágicas en el siglo pasado, así como de la crisis de
valores que vemos en realidad actual.
Oscureciendo la referencia a Dios, también se oscureció el horizonte
ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de
la libertad, que, en lugar de liberar, acaba atando al hombre con los
ídolos. Las tentaciones que afrontó Jesús en el desierto, antes de su
misión pública, representan muy bien los "ídolos" que fascinan al
hombre, cuando no va más allá de sí mismo.
Cuando Dios pierde su centralidad, el hombre pierde su lugar justo,
ya no encuentra su lugar en la creación, en las relaciones con los
demás. No ha perdido su significado lo que la sabiduría antigua evoca
con el mito de Prometeo: el hombre cree que puede llegar a ser, él
mismo, "dios" dueño de la vida y la muerte.
Ante este marco, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, no cesa nunca de afirmar la verdad sobre el hombre y su destino. El Concilio Vaticano II
afirma claramente: "La razón más alta de la dignidad del hombre
consiste en su vocación a la comunión con Dios. Desde su nacimiento el
hombre es invitado al diálogo con Dios: de hecho existe, solamente
porque ha sido creado por el amor de Dios, conservado por el mismo amor
de Él, vive plenamente según la verdad si se reconoce libremente y se
entrega a su Creador" (Gaudium et Spes, 19).
¿Qué respuestas, entonces está llamada a dar la fe con "gentileza y
respeto", al ateísmo, al escepticismo, a la indiferencia hacia la
dimensión vertical, de modo que el hombre de nuestro tiempo se siga
interrogando sobre la existencia de Dios y recorra los caminos que
conducen a Él? Me gustaría mencionar algunos aspectos, como resultado
tanto de la reflexión natural, como de la misma fuerza de la fe. Me
gustaría muy brevemente resumirlo en tres palabras: el mundo, el hombre,
la fe.
La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida ha buscado durante
mucho tiempo la Verdad y fue aferrado por la Verdad, tiene una página
bella y famosa, en la que dice: "Interroga a la belleza de la tierra,
del mar, del aire enrarecido que se expande por todas partes; interroga
la belleza del cielo...
interroga a todas estas realidades. Todas te responderán: mira y
observa qué hermosas somos. Su belleza es como un himno de alabanza.
Ahora bien, estas criaturas tan hermosas, pero a la vez tan cambiantes,
¿quién las hizo, si no uno que es la belleza que no cambia"? (Sermón
241, 2: PL 38, 1134).
Creo que tenemos que recuperar y devolver al hombre de hoy la
posibilidad de contemplar la creación, su belleza, su estructura. El
mundo no es un magma informe, pero cuanto más lo conocemos, más
descubrimos los mecanismos maravillosos, mejor vemos su diseño, vemos
que hay una inteligencia creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes
de la naturaleza "se revela una razón tan superior que todo el
pensamiento racional y las leyes humanas son comparativamente una
reflexión muy insignificante" (El mundo como yo lo veo, Roma 2005). Una
primer camino, pues, que conduce al descubrimiento de Dios es contemplar
con ojos atentos la creación.
La segunda palabra: el hombre. Siempre San Agustín, tiene una famosa
frase que dice que Dios está más cerca de mí que yo a mí mismo (cf.
Confesiones, III, 6, 11). A partir de aquí se formula la invitación: "No
vayas fuera de ti mismo, vuelve a entrar en ti mismo: en el hombre
interior habita la verdad" (True Religion, 39, 72).
Este es otro aspecto que corremos el riesgo de perder en el mundo
ruidoso y dispersivo en el que vivimos: la capacidad de pararnos y de
mirar en lo profundo de nosotros mismos y leer esa sed de infinito que
llevamos dentro, que nos impulsa a ir más allá y nos lleva hacia Alguien
que la pueda colmar. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: "Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral,
con su libertad y la voz de la conciencia, con su aspiración al
infinito y a la felicidad, el hombre se pregunta sobre la existencia de
Dios "(n. 33).
La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro
tiempo, no debemos olvidar que un camino que conduce hacia el
conocimiento y al encuentro con Dios es la vida de fe. El que cree está
unido a Dios, está abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. Así
su existencia se convierte en testimonio no de sí mismo, sino del
Resucitado, y su fe no tiene miedo de mostrarse en la vida cotidiana:
está abierta al diálogo, que expresa profunda amistad para el viaje de
cada hombre, y sabe cómo abrir las luces de esperanza a la necesidad de
redención, de felicidad, de futuro.
La fe, de hecho, es encuentro con Dios que habla y actúa en la
historia y que convierte nuestra vida cotidiana, transformando en
nosotros mentalidad, juicios de valor, decisiones y acciones. No es
ilusión, fuga de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino que
es participación de toda la vida y es anuncio del Evangelio, la Buena
Nueva capaz de liberar a todo el hombre. Un cristiano, una comunidad que
sean laboriosos y fieles al designio de Dios que nos ha amado desde el
principio, son una vía privilegiada para los que viven en la
indiferencia o en la duda acerca de su existencia y de su acción.
Esto, sin embargo, pide a todos a hacer cada vez más transparente el
propio testimonio de fe, purificando la propia vida para que sea
conforme a Cristo. Hoy en día muchos tienen una concepción limitada de
la fe cristiana, porque la identifican con un mero sistema de creencias y
valores, y no tanto con la verdad de Dios revelada en la historia,
deseoso de comunicarse con el hombre cara a cara, en una relación de
amor con él.
De hecho, fundamento de toda doctrina o valor es el encuentro del
hombre con Dios en Cristo Jesús. El cristianismo, antes que una moral o
una ética, es el acontecimiento del amor, es el acoger la persona de
Jesús. Por esta razón, el cristiano y las comunidades cristianas y
cristianos, antes que nada, deben mirar y hacer mirar a Cristo,
verdadero camino que conduce a Dios.
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