San Buenaventura –Juan de Fidanza–
nació en Bañorea (Bagnoreggio), pequeña ciudad italiana en
las cercanías de Viterbo. Un hecho milagroso ilumina su niñez
como prenuncio de lo que sería su vida. Estando gravemente enfermo, su
atribulada madre lo encomendó y consagró a San Francisco de
Asís, por cuya intercesión y méritos recuperó la
salud. Llegado a los umbrales de la juventud se afilió a la Orden
fundada por su bienhechor, atraído, según el mismo Santo
confiesa, por el hermoso maridaje que entre la sencillez evangélica y la
ciencia veía resplandecer en la Orden franciscana. En las aulas de la
universidad de París, a la sazón lumbrera del saber,
escuchó las lecciones de los mejores maestros de la época a la
vez que atendía con ardoroso empeño a su formación
espiritual en la escuela del Pobrecillo de Asís. Sus bellas cualidades
de mente y corazón, perfeccionadas por la gracia, le atrajeron la
simpatía y admiración de sus maestros y condiscípulos.
Alejandro de Hales decía que parecía no haber pecado Adán
en Buenaventura. Durante un decenio enseñó en París con
aplauso unánime. Y, cuando apenas contaba treinta y seis años, la
Orden, reunida en Roma en Capítulo, le eligió por su ministro
general el 2 de febrero de 1257.
A lo largo de dieciocho años viajará
incansable a través de Francia e Italia, llegando a Alemania por el
norte, y por el sur a España; celebrará Capítulos
generales y provinciales y proveerá con clarividencia a las necesidades
de la Orden, para entonces extendida por todo el mundo antiguo conocido, en
cuanto a la legislación y a los estudios, y sobre todo en cuanto a la
observancia de la regla, para la que señaló el justo
término medio, equidistante del rigorismo intransigente y de la
relajación condenable. Sus normas de gobierno son en lo substancial
válidas aún hoy, después de siete siglos. Con toda
razón puede llamársele en cierto sentido el segundo fundador de
la Orden de Francisco de Asís, del que escribió, a
petición de los frailes, una biografía, modelo en el
género por la serenidad crítica, amor filial y arte literario que
la hermosean.
Predicaba con frecuencia impulsado de su celo por el bien de
las almas. Papas y reyes, como San Luis, rey de Francia, universidades,
corporaciones eclesiásticas y especialmente comunidades religiosas de
ambos sexos eran sus auditorios. Los papas le distinguieron con su aprecio,
consultándole en cuestiones graves del gobierno de la Iglesia. Gregorio
X (1271-76), que por consejo del Santo había sido elevado al sumo
pontificado, nombróle cardenal, le consagró obispo él
mismo y le retuvo a su lado para preparar el segundo concilio ecuménico
de Lyón, en el que el Seráfico Doctor dirigió los debates
y por su mano se realizó la unión de los griegos disidentes a la
Iglesia de Roma. Fue el remate glorioso de una vida consagrada al bien de la
Iglesia y de su Orden. Pocos días después, el 15 de julio de
1274, entregaba a Dios su bendita alma en medio de la consternación y
tristeza del concilio, que se había dejado ganar por el irresistible
encanto de su personalidad y por la santidad de su vida. El Papa mandó
–caso único en la historia– que todos los sacerdotes del mundo
dijeran una misa por su alma.
* * *
Si fue ingente la acción de San Buenaventura como
hombre de gobierno, viendo los once gruesos volúmenes in folio de
sus obras, hay que convenir que no fue inferior la que desarrolló en el
aspecto científico. En los años de docencia en la universidad
parisiense escribió comentarios a la Biblia y a las Sentencias de
Pedro Lombardo. De la época de su gobierno nos quedan obras
teológicas, apologías en que defiende la perfección
evangélica y las Ordenes mendicantes de los ataques de sus adversarios,
muchos centenares de sermones y opúsculos místicos; algunos, como
el Itinerario del alma a Dios, son joyas inapreciables de la
mística de todos los tiempos. En sus obras hallamos la síntesis
definitiva del agustinismo medieval y la idea de Cristo, centro de la
creación, y además la síntesis más completa de la
mística cristiana. Todo ello presentado con claridad y precisión
escolásticas, a la par que en un estilo armonioso y elegante como de
maestro, no sólo en las ideas, sino también en el decir. Sobre
todas las otras cualidades de que están sus escritos adornados resalta
una peculiar fuerza divina que el papa Sixto IV descubre en sus obras que
arrastra y enfervoriza a las almas. Es la unción espiritual que rezuman
todas sus páginas. Y no podía ser de otra manera, ya que la
ciencia bonaventuriana no es frío ejercicio de la inteligencia, sino
sabiduría, sabor de la ciencia sagrada vivida y practicada. Es, pues,
muy comprensible el influjo inmenso del magisterio del santo doctor en la
posteridad. Ideas y estímulos han bebido a caño libre en sus
páginas maestros de la espiritualidad y almas sedientas de
perfección. También en nuestra patria han sido editados
repetidamente sus opúsculos auténticos y aun los espurios, pero
inspirados en su espíritu o compuestos con retazos de sus obras.
En medio de actividad tan desbordante el ministro general de
la Orden seráfica fue ascendiendo por las vías de la santidad
hasta su cumbre más cimera. No es solamente un teólogo que puede
dar razón adecuada de los fenómenos místicos merced a los
profundos conocimientos que de la ciencia sagrada posee. Es parejamente un
varón experimentado, que ha vivido, por lo menos, algunos de los
fenómenos que analiza. Se juntan, por tanto, en su persona ciencia y
experiencia. Mas no vaya a creerse que, antes de pisar las alturas de la
unión mística, no tuviera el Doctor Seráfico que mantener
recias luchas consigo mismo y con sus torcidas inclinaciones. Nada más
aleccionador que la Carta que contiene veinticinco memoriales de
perfección, breve código ascético, de valor
inestimable por lo que de autobiográfico encierra. Leyéndola se
columbran los esfuerzos que hizo para desligar su corazón de todo afecto
desordenado de las criaturas y lograr una extremada exquisitez de conciencia y
se entrevén sus progresos en el ejercicio de las virtudes. Entre sus
virtudes preferidas están la humildad y la pobreza, la oración,
la mortificación y la paciencia. Una ingenua leyenda, no comprobada, nos
le muestra lavando la vajilla conventual en el preciso momento que llegan con
las insignias cardenalicias los enviados del Papa. Si el hecho no es real,
simboliza exactamente la humildad del Santo en medio de los mayores
éxitos y honores. En el desempeño de su cargo brillaron su
prudencia, su humilde llaneza y amor de padre en atender a sus súbditos
de cualquier categoría que fuesen. La piedad bonaventuriana es
marcadamente cristocéntrica y mariana. Puso todo su empeño en
imitar a Cristo, camino del alma. La Pasión sacratísima era el
objeto preferido de sus meditaciones y amores seráficos. Todos los
días dedicaba un obsequio especial a la Virgen Santísima y en
honor suyo ordenó a sus religiosos que predicasen al pueblo la piadosa
costumbre de saludarla con el rezo del Ángelus. Tenerle
devoción equivalía para el Santo a imitarla en su pureza y
humildad.
El papa Sixto IV le canonizó el año 1482. En
1588 le proclamó doctor de la Iglesia Sixto V, asignándole el
título de Doctor Seráfico. El sapientísimo León
XIII le declaró príncipe de la mística. Y Pío XII
exhortaba recientemente a los cultivadores de las ciencias eclesiásticas
con palabras de San Buenaventura a unir el estudio con la práctica y la
unción espiritual.
* * *
Grandiosa fue la actividad del Santo de Bañorea como
sacerdote, como prelado y como sabio. Pero ni la ciencia ni la acción
secaron su espíritu. Espoleado de abrasante amor a Dios y al
prójimo, vivió una intensa vida interior, savia que empapaba toda
su actividad de efluvios sobrenaturales. Secreto resorte de todo dinamismo
sobrenaturalmente fecundo ha sido siempre una robusta vida interior. Es la
lección perenne que el Santo nos brinda con las enseñanzas de su
magisterio y el ejemplo de su vida. Es el camino que con gesto amable y
persuasivo señala a las almas que no quieran dejarse arrastrar por este
mundo ahíto de técnica, de adelantos, de prisas y velocidades
supersónicas, amenazado, en cambio, de un espantoso vacío
interior.
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