"Nosotros no poseemos la verdad, es la Verdad quien nos posee a nosotros. Cristo, que es la Verdad, nos toma de la mano". Benedicto XVI
"Dejá que Jesús escriba tu historia. Dejate sorprender por Jesús." Francisco

"¡No tengan miedo!" Juan Pablo II
Ven Espiritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía, Señor, tu Espíritu para darnos nueva vida. Y renovarás el Universo. Dios, que iluminaste los corazones de tus fieles con las luces del Espíritu Santo, danos el valor de confesarte ante el mundo para que se cumpla tu plan divino. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

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miércoles, 28 de octubre de 2009

El verdeo

Nada debe perderse de lo que el Señor nos ha dado. Todo lo que en nosotros existe, tiene un sentido. Es bueno, por ser Dios quien nos lo regaló. Y Dios nos pedirá cuenta del uso que de ello hayamos hecho.
Toda semilla nació para ser enterrada y morir, o para ser triturada sirviendo de alimento a la vida.
Pero en el mismo campo las semillas pueden tener historias distintas, aunque tengan el mismo origen.
Están los verdeos. Son sembrados que han de servir para forraje verde. De allí su nombre. En ellos todo es inmediato, claro, directo. Las hojas son verdes y anchas, los tallos jugosos, las fibras a menudo cargadas de azúcar. Todo invita a ser masticado, comido, devorado. En el verdeo todo busca crecer a fin de ser dedicado a una finalidad inmediata: ser directamente puesto al servicio de la vida de otro, que al comerlo lo incorporará a su existencia y subsistencia. El rebrote gasta hasta las últimas energías de la planta en una serie de acciones inmediatas destinadas a alimentar el hambre de otros.
Es hermoso ver los verdeos cubiertos de animales. En los verdeos están las aguadas. Como venas que surcan su cuerpo, los senderos mezclan sus rumbos llevando todos a las aguadas. Ellos son el lugar del encuentro cuando aprieta el calor, o cuando cae la tarde.
El verdeo está bajo el signo de la urgencia. La del animal que necesita comerlo mientras es tierno y antes que encañe. Pero también la urgencia de la tierra, porque se la necesitará pronto para la siguiente siembra. Por ello hay que apurarle muchas veces la comida.
Los verdeos son indispensables. Mantienen la vida, la aceleran, apuran su término. Su sentido está en lo inmediato. Su término es simplemente su fin. Se agota su sentido en el presente que lo realiza. Y su final será el haber sido útil a la vida.
Pero están también los campos de cosecha. Con ellos se es más exigente. Quizá la semilla sea la misma de otra calidad. No todo verdeo tiene tripas para llegar a ser cosecha. El que exagera en follaje no aguanta una espiga demasiado pesada.
Aquí todo está en función, en camino hacia algo que sólo tendrá sentido al final. Las hojas verdes no serán usadas. Terminarán en chala. Los troncos, tal vez jugosos, se secarán en pie sin que nadie los aproveche ni sepa nada de su ternura o de su dulzura. Regresarán a la tierra luego de la dura prueba de la trilla que corta y tritura, y allí el barbecho los reintegrará al humus fértil de los nuevos ciclos. Su signo es la espera. Los campos de cosecha no se cargan de animales. Las aguadas se cansan de reflejar el cielo y hasta quizá se cubran de moho en su superficie, como si tuvieran pudor de reflejarlo.
El sentido de estos sembrados es la semilla. Hacia allí marcha todo lo que la planta elabora, vive o asimila. Cuando la semilla despierta en la espiga, el crecimiento de la planta cesa; calla, se concentra y consumiendo sus reservas termina por secarse inclinando la cabeza. Entonces comienzan a cantar las espigas en el trigal.
La cosecha es brutal: se corta, se tritura, se abandona. Pero también se recoge y se guarda. Lo fundamental perdura. Aquello para lo que la planta se ha gastado, eso queda y es garantía de vida y de permanencia.
La semilla está segura. Ella será pan. O nuevamente será trigal. Es eterna, porque vive. Y vive multiplicada porque ha muerto su individualidad. Por ella seguirán existiendo los nuevos verdeos, las viejas aguadas y los animales que en ellas se abrevan.

por Mamerto Menapace, publicado en Madera Verde, páginas 93 a 42.

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