Eucalipto |
A los que hemos tenido
infancia campesina, los adjetivos nos han quedado acollarados casi siempre, no
a ideas, sino a objetos. Por ejemplo, para mí, el adjetivo grande lo tengo
unido al eucalipto que quedaba entre el patio de naranjos y el piquete de
terreno en que se encerraba al caballo nochero.
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Era realmente grande. No sé
cuánto de alto podría tener. Ahora pienso que tal vez llegara a los veinticinco
metros. Pero era enorme para mi estatura de gurí que no llegaba siquiera a uno.
Se lo distinguía de más de dos leguas de distancia. Y era claramente un punto
de referencia. Cuando alguien quería llegar a casa, era fácil ubicarla aunque
se estuviera lejos. La casa de don Antonio era la que tenía el eucalipto
grande. Me animaría a decir que su tamaño llegaba a dar nombre propio al lugar.
Así con mayúsculas: Eucalipto Grande.
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Tres niños tomados por la
mano, haciendo ronda, no hubiéramos podido abarcar su enorme tronco, que recién
se abría en ramas a una cierta altura. Esto hacía imposible treparlo. Además,
su tamaño había hecho que los mayores crearan una especie de zona de exclusión
respecto a este árbol. Al Eucalipto Grande no se debía subir. Eso lo hacía
doblemente fascinante, y en más de una siesta los más chicos probamos fortuna.
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Sobre todo porque en sus ramas más abiertas las cotorras hacían sus enormes nidos y nuestros gomerazos apenas llegaban hasta allá con fuerza como para ser efectivos.
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Sobre todo porque en sus ramas más abiertas las cotorras hacían sus enormes nidos y nuestros gomerazos apenas llegaban hasta allá con fuerza como para ser efectivos.
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Era el árbol en que anidaban
los pirinchos. Allí tenían su conventillo del que salían y entraban
continuamente las pirinchas para poner sus huevos, tirando a veces al suelo a
aquellos que habían tenido la mala suerte de quedar en los bordes. Eran de
aquellos tipos de huevos muy estimados por su color verde claro lleno de
pintintas blancas de cal. Junto con los de perdiz, pitogué, paloma y calandria,
servían para hacer grandes collares que adornaban las paredes del comedor. En
medio de aquel rosario de colores, algún huevo de avestruz ya medio amarillento
por lo viejo, oficiaba de Padrenuestro por su tamaño y consistencia. También él
podía aspirar entre sus semejantes al adjetivo de Grande.
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Pero aquí viene lo
impresionante. Un día don Alejandro Weliz, el dueño del campo, y antiguo
poblador de la zona, nos informó de que aquel inmenso árbol había pasado por el
ojo de una aguja. Si, así como suena, y sin exégesis atenuantes.
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No lo hubiéramos creído, si no fuera porque don Weliz nos merecía un respeto muy cercano a la veneración. Nuestra familia le debía la viejo habernos posibilitado ser inquilinos en su campo y con ello tener una tierra que trabajar y donde vivir. En casa siempre se habló de él con sumo respeto y aprecio. Cuando él nos visitaba, los chicos éramos lavados a fondo, y amonestados para que no hiciéramos zafarrancho. Y esto era señal de que la visita sería de máxima categoría.
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No lo hubiéramos creído, si no fuera porque don Weliz nos merecía un respeto muy cercano a la veneración. Nuestra familia le debía la viejo habernos posibilitado ser inquilinos en su campo y con ello tener una tierra que trabajar y donde vivir. En casa siempre se habló de él con sumo respeto y aprecio. Cuando él nos visitaba, los chicos éramos lavados a fondo, y amonestados para que no hiciéramos zafarrancho. Y esto era señal de que la visita sería de máxima categoría.
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Pero a pesar de la
credibilidad que nos merecía quien lo afirmaba, nuestras mentes infantiles ya
eran lo suficientemente críticas como para negarse a creer que el Eucalipto
Grande hubiera podido alguna vez, hacía mucho tiempo, haber pasado por el ojo
de una aguja. Y no se trataba, como en los cuentos, de una aguja enorme, sino
de la aguja de coser los remiendos del pantalón. Evidentemente la cosa
necesitaba pruebas. Y don Alejandro, aguja en mano, nos llevó hasta el
Eucalipto Grande para proporcionárnosla.
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Buscó en el suelo una ramita
que tenía su pequeño racimo de semillas. Mejor dicho, lo que el racimito
mostraba, era el pequeño rombo dentro del cual estaban las semillitas. Todo era
inmensamente pequeño. El rombo semillero tuvo que ser destapado cuidadosamente
en la palma de la mano con la punta de la uña del dedo chico. Al hacerlo, el
pequeño envase derramó una gran cantidad de semillitas casi invisibles. Y una
de ellas pasó por el ojo de la aguja y quedó en la yema del dedo índice de don
Weliz, quien nos aseguró que así de igualita había sido la que él mismo
sembrara cuando quiso que naciera aquel Eucalipto.
La demostración fue contundente.
Hecho semilla, el árbol podía pasar.
Pienso que nuestra vida
hecha semilla por la madurez del dolor y el despojo también puede pasar para
encontrar el dedo de Tata Dios en el Reino de los Cielos. Para Tata Dios todo
es posible.
por Mamerto Menapace,
publicado en Cuentos Rodados, páginas 81 a 84 Editorial Patria Grande.
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