El Zorzal común |
Que no te dé pena. Es la ley
de la vida. Nadie puede regresar a la primavera del pasado.
Sólo el que avanza puede reencontrarse con las primaveras; aquellas que también avanzan hacia nosotros.
Diría que sólo la vida permite el reencuentro.
Sólo el que avanza puede reencontrarse con las primaveras; aquellas que también avanzan hacia nosotros.
Diría que sólo la vida permite el reencuentro.
Cada tanto retorno a
Avellaneda. A la del norte. Aquella que el nono gringo soñó cuando dejaba su
Italia ancestral, y aceptaba como terruño para sus hijos la tierra de los zorzales
y los guazunchos.
Fue en enero de este año; en
ese mes en que el Paraná asolaba el litoral, y la sequía quemaba lo que la
inundación no destruía.
Porque así es nuestro norte: tierra de contrastes, a veces violentos. Igual que la juventud. Territorio fecundo con mucho de nostalgia y bastante de ansiedad. Profundo deseo de comunión, y honda sensación de soledad. Algo así como si la historia cinchara para adelante, y la geografía tironeara hacia atrás.
Porque así es nuestro norte: tierra de contrastes, a veces violentos. Igual que la juventud. Territorio fecundo con mucho de nostalgia y bastante de ansiedad. Profundo deseo de comunión, y honda sensación de soledad. Algo así como si la historia cinchara para adelante, y la geografía tironeara hacia atrás.
Cada vez que regreso a
Avellaneda constato el brotar pujante de las antenas. Casi de cada morada
humana se levanta la mano abierta de una antena de televisión, buscando atrapar
la realidad novedosa que nos comunica y nos masifica a la vez. Es ley de la
vida. Necesidad de crecimiento.
Quizá fuera por eso que
aquel zorzalito me impactó tanto. Su canto llenaba todo el barrio en la
madrugada caliente. Desde el camping, frente a mi casa, hasta la misma Iglesia,
su canto limpio aleteaba sobre la confusa mezcla de los otros ruidos. Lo busqué
rastrillando con la mirada los árboles chicos y grandes. Y finalmente lo
descubrí parado en la parrilla de una antena. Pequeñito, allá en la altura, su
voz joven y telúrica anunciaba algo distinto y quizá más auténtico que todos
los programas de televisión. Desde la misma antena, también él proclamaba
ingenuamente su gana de vivir y su necesidad de amor.
Era un canto sano, que le
nacía de adentro. Sólo que, para captarlo no bastaba con conectar un aparato.
Era preciso encender un corazón.
Al partir de Avellaneda me
traje dos temores y una esperanza. Temor de que me lo silencien de un gomerazo,
o de que lo sobornen con alpiste para que cante desde una jaula.
La esperanza la convierto
cada día en oración: ¡Señor Dios: que mi zorzalito norteño no se muera nunca!
Me interesa vivamente el
proceso que están realizando los jóvenes del norte. Su integración es cada día
más fuerte para con el resto del país a través de sus estudios terciarios y de
capacitación profesional. Muchos de ellos, como yo, buscan en las aulas del sur
una ampliación de sus horizontes.
Pero es fundamental para la
identidad de nuestra zona que no se nos muera nunca dentro del alma, y por
sobre las antenas de nuestra inteligencia, el canto limpio de nuestros zorzales
terruñeros.
¡Cuidado con el gomerazo!...
aunque le tengo más miedo al alpiste.
por Mamerto Menapace,
publicado en Cuentos Rodados, páginas 73 a a 75 Editorial Patria Grande.
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