Felices los que tienen alma de pobres,
porque a ellos les pertenece
el Reino de los cielos.
¡Señor, te agradezco nuestras misas en la Capilla de la Tribu! Te agradezco la capilla chiquita, que me permite la cercanía de esos ojos de los cuales puedo gustar hasta los detalles.
Mi gente criolla, mi gente india, es muy parca en sus reacciones y es pequeño el oleaje que les sube a la superficie del rostro. Son como esas lagunas de nuestra geografía pampa. Apunas si tienen oleaje, carecen de la riqueza de los peces o sólo tiene peces muy chiquitos; casi nunca entregan resaca. Pero en cambio: ¡cuánto diálogo con el cielo hay en su historia! Encadenadas a las barrancas arenosas de algún médano, ahí están maduras de tiempo cara al cielo y en silencio. Aparentemente tienen sólo medio metro de hondo. Pero si uno se les acerca y las mira quieto, descubre el cielo en su profundidad. Carecen de correntada, y nunca llegarán al mar. Pero si uno las mira, ve en ellas un cielo en movimiento. No hay duda de que a ellas les pertenece el cielo; a ellas a quienes la tierra y los médanos las obligan a permanecer quietas.
Si uno les dedica tiempo y comparte su silencio, descubre en ellas un cielo en movimiento, con nubes que emigran, con pájaros en vuelo y con noches estrelladas navegas de horizonte a horizonte por el velero silenciosos de la Luna.
Después de cinco años de acercarme a ellos, voy aprendiendo a escucharlos en silencio y me asombra la densidad de sus vidas y lo espeso de la historia de estos hombres maduros de tiempo y de silencio.
Esta mañana uno de ellos, Señor, me hablaba de cosas viejas. De cosas de su vida vividas en aquellos tiempos en que mi tata todavía era muchacho. Y sin embargo, no eran cosas pasadas. Eran todavía leña para su fuego. Llegado ahora a viejo, esos recuerdos le navegaban el alma y el alma le duele de recuerdos.
Hace cincuenta años su madre esperaba sufriendo una carta que él nunca le escribiera. Y esa carta no escrita hace cincuenta años, volvía ahora hecha espina en su corazón y le llenaba los ojos de lágrimas a este hombre, rostro pampa barbechado de arrugas. Terminó diciéndome, Señor, que siempre te decía que cuando Vos lo precisaras, lo llamaras nomás, que él siempre estaba dispuesto.
Que lo único que te pedía cada noche, era que cuando a su cuerpo cansado le tocara descansar, también pudiera descansar su alma sin tener que andar sufriendo, penando por ahí extraviada como un perro. No dudo, Señor, que a un alma así, tendrás ganas de tenerla Vos también allá en tu cielo. También yo te pido, Padre Nuestro, poder un día compartir tu cielo, con mi comunidad de ojos quietos. Como esas lagunas de la pampa, también yo espero con ganas ese amanecer.
Hace cincuenta años su madre esperaba sufriendo una carta que él nunca le escribiera. Y esa carta no escrita hace cincuenta años, volvía ahora hecha espina en su corazón y le llenaba los ojos de lágrimas a este hombre, rostro pampa barbechado de arrugas. Terminó diciéndome, Señor, que siempre te decía que cuando Vos lo precisaras, lo llamaras nomás, que él siempre estaba dispuesto.
Que lo único que te pedía cada noche, era que cuando a su cuerpo cansado le tocara descansar, también pudiera descansar su alma sin tener que andar sufriendo, penando por ahí extraviada como un perro. No dudo, Señor, que a un alma así, tendrás ganas de tenerla Vos también allá en tu cielo. También yo te pido, Padre Nuestro, poder un día compartir tu cielo, con mi comunidad de ojos quietos. Como esas lagunas de la pampa, también yo espero con ganas ese amanecer.
Señor, abrí tus ojos y mirá. No son los hombres muertos los que te dan gloria y justicia; no son esos que tienen el alma de sobra, extraviada fuera de sí mismos.
Los que te dan gloria y justicia son los que tienen el alma afligida; atorada de cansancio y de aguantar; los ojos tristes y el alma hambrienta (Baruc 2, 17-18).
por Mamerto Menapace, publicado en La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.
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