Aguará Guazú (Zorro Grande) |
.
Se la tenían jurada en la
estancia a Don Juan. Sabían que era inútil buscarlo entre las pajas bravas del
cañadón, una vez que allí se ganaba. También hubiera sido de gusto buscarlo con
perros de día. Los olía de lejos y cualquier cueva le servía de escondite para
hacérseles humo. De ahí que decidieron ganarle por la astucia. Conocían su
preferencia por las que llevan pluma, sobre todo cuando están gordas y alejadas
de la defensa normal de los gallineros cercanos a la casa.
.
.
Y así fue que le armaron la
trampa. En la tapera vieja. Le ataron una gallina viva y gorda a media altura,
enredándola en un alambre, entre los gajos no muy altos de un naranjo viejo.
Todo parecía haber sucedido de casualidad. La gallina podría haberse alejado de
la casa habitada y la noche la sorprendería picoteando en el patio lleno de
yuyos en la tapera vieja. Allí se habría subido al naranjo para dormir a
seguro, y un alambre quizá de cuánto tiempo olvidado, la habría enganchado
dejándosela a pedir de boca a Don Juan.
.
.
Al menos esa fue la
conclusión a la que llegó el Aguará luego de estudiar desde la distancia y con
cautela la situación con la que se encontró aquella nochecita. El hambre lo
había sacado del pajonal, y antes de arriesgar una cercanía al gallinero había
querido pasar por aquel lugar para averiguar el ruido del aleteo de lo que
podría ser un ave.
.
No se dejó convencer muy fácil. Pero al fin el hambre por un lado, y su instinto de cazador solitario por el otro, lo animaron a acercarse. Y lo que vio le confirmó sus esperanzas. La gallina estaba al alcance de sus saltos, y de ninguna manera había allí arriba nada que se pareciera a una trampa. Tenía suficiente experiencia como para conocer dónde había peligro. Y la gallina estaba realmente apetitosa.
.
.
No se dejó convencer muy fácil. Pero al fin el hambre por un lado, y su instinto de cazador solitario por el otro, lo animaron a acercarse. Y lo que vio le confirmó sus esperanzas. La gallina estaba al alcance de sus saltos, y de ninguna manera había allí arriba nada que se pareciera a una trampa. Tenía suficiente experiencia como para conocer dónde había peligro. Y la gallina estaba realmente apetitosa.
.
- Dios ayuda al que madruga-
; se dijo, sin percatarse de que otro había madrugado antes que él. De esto se
dio cuenta recién cuando al segundo salto, y casi teniendo ya el ave entre sus
dientes, al caer a tierra sintió el ¡trac! De la trampa de hierro que estaba
escondida entre los pastos del suelo.
.
.
Eso no se lo había esperado.
¡Maldita gula, que lo llevó a descuidarse! La trampa no estaba entre las ramas,
sino donde había puesto la pata. O mejor la mano. Porque la pinza de hierro con
dientes herrumbrados, había agarrado su mano derecha justo por arriba de la
muñeca.
.
La sangre comenzó a chorrear y el frío inicial se fue convirtiendo en un agudísimo dolor que le acalambraba todo el cuerpo. Fueron inútiles los esfuerzos. Los dientes penetraban cada vez más en la coyuntura, y la trampa estaba amarrada con alambre al tronco del árbol.
.
.
La sangre comenzó a chorrear y el frío inicial se fue convirtiendo en un agudísimo dolor que le acalambraba todo el cuerpo. Fueron inútiles los esfuerzos. Los dientes penetraban cada vez más en la coyuntura, y la trampa estaba amarrada con alambre al tronco del árbol.
.
Bien pronto Don Juan el
Aguará comprendió que todo estaba perdido. De allí no se soltaría, ni podría
llevarse aquella maldita trampa a su cueva. Luego de una noche de dolores
tremendos, llegaría la madrugada y con ella el peón recorriendo al trotecito de
su caballo zaino.
.
Abriría desde arriba la tranquera, se acercaría a la tapera, se dejaría caer del caballo con el talero en la mano, arrollada la lonja sobre el puño y libre el cabo para sacudirle el golpe que lo despenaría definitivamente.
.
De todo esto no le cabía la menor duda. Aunque a veces el dolor y su instinto de conservación lo llevaban a realizar desesperados esfuerzos por arrancar su mano derecha de la dentadura de fierro que lo atenazaba.
.
.
Abriría desde arriba la tranquera, se acercaría a la tapera, se dejaría caer del caballo con el talero en la mano, arrollada la lonja sobre el puño y libre el cabo para sacudirle el golpe que lo despenaría definitivamente.
.
De todo esto no le cabía la menor duda. Aunque a veces el dolor y su instinto de conservación lo llevaban a realizar desesperados esfuerzos por arrancar su mano derecha de la dentadura de fierro que lo atenazaba.
.
Y llegó la madrugada. El
golpe del cierre sobre el travesaño de la tranquera lo despertó del letargo.
Allí estaba el peón acercándose al trotecito sobón de su zaino. Don Juan se dio
cuenta de que había llegado el momento decisivo. Había que optar. Y optó.
.
.
Arrimó con rabia sus
afilados dientes a los dientes de hierro de la trampa, afirmándolas justo allí
sobre la herida que producían. Cerró los ojos, y a la vez que daba un tremendo
tirón, mordió con todas sus fuerzas su propia mano, cortándosela a ras del
hierro.
.
.
Allí quedaría su mano
derecha, mientras él, en tres patas y casi sin fuerzas, huía hacia los
pajonales salvando así su vida.
.
.
Consideró preferible salvar
la vida rengo, que terminar con sus cuatro patas bajo el talero del peón.
por Mamerto Menapace,
publicado en Cuentos Rodados, página 65 a 68. Editorial Patria Grande.
No hay comentarios:
Publicar un comentario