Por Horacio
Jorge Recco (*)
Suenan los villancicos
populares en nuestros oídos recordándonos en la dulzura de su letra:
“La Nochebuena se viene
/ la Nochebuena se va, / y nosotros nos iremos / y no volveremos más”; o la
repetida versión de una música siempre fresca y cantarina: “Vamos pastorcillos
/ vamos a Belén, / que en Belén acaba / Jesús de nacer”.
Es el tiempo de la
Natividad de Cristo, es el milagro que anunció el ángel con su mano indicadora
y es una familia –como muchas otras- que espera un hijo. Es también un pesebre –humilde
y simple- que recoge el primer llanto de una estrella que guía a los reyes por
el camino de la búsqueda. La tradición retiene mentalmente la escena y jamás se
ha borrado, es más, año tras año reaparece y se perfecciona. La familia
cristiana levanta sus nacimientos, pesebres o belenes, con una grata devoción
bíblica, si bien las circunstancias o el medio ambiente, dan siempre una
proyección con nuevos cambios. Consideramos que sus elementos fundamentales se
obtienen con la figura del Niño, con una pareja que lo adora en silenciosa
contemplación, con los animales del pesebre, un buey, un asno, luego corderos.
En el aire no puede sorprendernos que aparezcan los ángeles, ya que ellos
vienen sosteniendo la ternura del ambiente, con sus alas pobladas del alba.
Arrodillados, sumisos, alegres, enriquecidos, contempladores, con un amor
dentro de ellos que enciende la llama de la plegaria. Niñitos con una razón
hecha música, toda plenitud que siembra en las tinieblas y con un canto que fue
renovando el azul de los cielos.
En la ciudad de Buenos
Aires, estos pesebres han sido motivo permanente de la celebración y no suena
extraño encontrar que algunos cronistas los recuerdan alumbrados con velas de
sebo, que otros hacia 1780 comentaban que esta fecha de Navidad, requería la
suspensión de las coloridas faenas en la plaza de toros; que las figuras de los
pesebres fueron introducidas desde Nápoles o desde Barcelona, entroncándose con
mejor fantasía popular y con sus rústicos santeros. Al niño Jesús que recibió
en América una vestimenta especial, recargada por las manos femeninas, un
enjoyado o fue recubierto por las pelucas cuzqueñas, llegando finalmente al
encierro en grandes fanales de cristal, donde la multiplicidad de aditamentos
han ocultado su rostro, formando brillantes caparazones de objetos, collares,
medallas, cintas, perlas, etc. Los nacimientos fueron ofertando a la imaginería
una renovada oportunidad de lucimiento, ya que las figuras tradicionales podían
ser transformadas, haciendo a veces más simples sus ropajes, borrando los tonos
bajos de sus pátinas, separando los excesivos detalles diferenciales de su génesis
local. Era una lucha por mostrar el deseo principalísimo de un acercamiento
lugareño –flores en el suelo, arena o pasto, grutas de piedras musgosas armadas
cerca del Belén, esta ciudad por otra parte, ya dibujada, ya proyectada con
riqueza expresiva, los ángeles o los pastores dando voces; músicos, mujeres y
pueblo en profusión-, y por ello, los corderos fueron perdiendo su timidez y
llegaron hasta la cuna, los reyes de pesados mantos y relucientes coronas, empezaron
a detener sus comitivas y ofrecieron sus regalos, no ocultando su alegría tras
los rostros extraños, ni sorprendiendo al Niño que sonreía encontrarse con
briosos corceles, con opacos camellos, hasta el desconocido elefante.
Y en la reconstrucción
de nuestros pesebres se vislumbra un mundo de magia y amor. De lejos, nunca
podría precisarse exactamente, el deseo de contemplación fue llamando a los
hombres, que detenían sus labores, abandonaban sus útiles, sus redes y sus peces,
la tierra roturada, la fruta desprendida, y con una fuerza imperiosa formaban
legión.
El gallo que estuvo cortando
los primeros rayos del sol, despertó la mañana. El aire era liviano y con
gracia, la sonrisa había cubierto los rostros, mientras las docilidades del
asno y el mugiente buey daban un anuncio de vegetación, echados sobre el barro
del establo, contemplando soñolientos esa cortina de ojos que llegaba al
pesebre.
Y el nacimiento fue detenido
en la escenografía del hombre, con una perpetuidad de estampa, con una
constante evocación de gracia.
Nada podía
sorprendernos cuando se escuchan los villancicos populares el comprobar que sus
coplas dibujan las circunstancias, los elementos, la celebración, la alegría
definida de su pobreza.
“El
niño de María
no
tiene cuna;
su
padre es carpintero
y
le hará una”
Así se visten las
palabras del amor al niño, ya entre nosotros, como en todo el mundo.
(*) Fuente: La Navidad y los Pesebres en la Tradición Argentina. Dirigido por Rafael Juena Sánchez. Hermandad del Santo Pesebre - Buenos Aires - 1963 - Páginas 69 y 70.
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